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Llegaron a Orio con la carretera rebosante de bicicletas, carros, perros, ancianas y niños, «¡Triste romería aquella!. Las lanchas y los barcos iban repletos de gente y colchones, la mayoría se dirigían a Bilbao. Se les acercó uno con una gran boina, que al anochecer los podía pasar a San Juan de Luz por poco dinero.
Al día siguiente se hallaban en la central de Oikina, el encargado estaba tranquilo, era un hombre de edad, lo conocía de haberlo visto alguna que otra vez en la Compañía, un campesino. Los llevó a casa, tenía suficientes nueces y huevos. Era viudo, con dos hijas solteronas, «¡A cual más!». El ayudante, un crío impertinente, les seguía desde el primer día. Dormirían en el pajar.
Las cabezas las colocaban en las pilastras de la balaustrada de la Concha como escarmiento, estaban cortando muchas cabezas y la gente se acercaba todos los días, por si encontraban algún familiar o amigo. Así eran las noticias que difundía el teléfono de la central.
Estaban apilando la yerba en el prado por miedo a que lloviera cuando les llegó el ruido de un camión desde la carretera. Apoyó el mentón en el mango del rastrillo, miró. La gata llevaba una musaraña en la boca. El camión venía lleno de gente. Cuando por fín se acercó con dificultad, vió la bandera rojinegra en la punta de la pértiga, eran milicianos. «¡De la ceneté!» les dijo al ayudante y a las chicas de Ibaiganeberri, y dejando allí el rastrillo se abalanzó cuesta abajo hasta la carretera. El camión se acercaba despacio. Corrió gritando, «¡Eh, eh!» levantando la mano, con el corazón palpitante.
El camión se detuvo. Los de atrás llevaban fusiles, venían uniformados, cosidos de correas. Quedó boquiabierto. El de barba, el jefe seguramente, le miró torvamente por encima de la cabina, se quitó el fusil del hombro y poniendo el pie encima de la cartola para saltar «¡Imbécil!», le enseña el puño «¡Espera, espera un poco!», lo ha reconocido por la voz, lo mataría allí mismo, se le escapa corriendo, los del prado también echan a correr. Ha tirado la pistola entre las zarzas, «¡Te cogeré!», la voz era ahora más desagradable que cuando recién llegado sacó el anillo del cajón de la mesa «¡Por mi podéis hablar en vasco!», los dejó a todos asustados, «¡Siempre que yo os entienda, claro!», toda la escuela queda muda cuando coge el anillo y se lo arroja, y todos los del camión se han reído cuando comienza a apedrearlo. Había una bandera rojinegra en la punta de la pértiga, «¡La de la falange!».
La madre y su marido no habían regresado de misa y estaba sólo en la huerta. Vendrían a preguntarle algo, quizás se habían perdido, al menos no eran conocidos. Dejó la azada, pero no por ello se movió. El de bigote aplastó una hoja de berza. «¿Ignacio Errazkin?» le preguntó, «¡Acompáñenos!». Le agarró del brazo. El de gabardina fue hacia atrás no pudiendo leer las negras letras del dintel, mirando hacia arriba boquiabierto. Ya en el coche se sentó a su lado, «¿Qué quiere decir eso?».
Oilagorra decía tosiendo «¡Que sí», que en el antiguo Etxetxiki había comido hasta huevos fecundados, «Traídos a posta por este puñetero crío!», y le lanzó un golpe al hombro, pero se retiró mientras los parroquianos se reían y Oilagorra le amenazaba suavemente «¡Demónio!». Oilagorra estaba acabado.
Las mujeres aparecieron en la plaza quitándose las mantillas. Pagó lo de Oilagorra y dejó la taberna camino de la iglesia. Don Mateo le hizo gesto de que pasara, estaba luchando por sacarse el roquete por la cabeza. Se alisó el pelo encrespado. En cuanto lo vio le dijo que ya había hablado con los padres, que no anduviera así, que podía traerle problemas, que no había nada que hacer. «¡Tu hermano está enterrado en Arkale, todos somos pecadores, Dios lo perdone!».
Estaban todos en fila con la espalda dolorida por los pinchazos de la vacuna, con ropas demasiado grandes, el pelo corto, orejudos. Un oficial les pasó revista tras haber leído la lista, «¡Entonces yo tenía tripa!», se paró orgullosamente ante él, barbudo. «¡Estás bien cebado, tú lo menos serás cura!» le dijo. Los de al lado rieron, Artola le miró, eran de la misma quinta. «¡Si eres cura, sabrás latín!», Artola no se reía, no habían hecho la mili, los dos fueron excedentes de cupo, pero estaba seguro de que aquel tipo malcarado era sargento. «¡Vamos a ver, dinos qué color es éste!» le preguntó mostrándole la sardineta. Sabía que los militares hacían preguntas estúpidas. Pensaría que no sabía castellano. «¡Rojo!» dijo sin fijarse siquiera en la sardineta. El sargento, aquel tenía que ser sargento, movió la cabeza lamentándose por la respuesta errónea. La sardineta era roja. «¡Me dió una patada en los cojones!». Se quedó encogido. «¿Qué color es éste?». Todos aguardaban en silencio. Llegó hasta las gradas encolerizado, subió tres escalones, alzó el brazo mostrando la bocamanga. «¡Encarnado, encarnado!» les gritó, y en aquel frontón de Logroño, sus gritos sonaban como las pelotas de Inazio Errazkin a la hora de las vísperas, «¡Aquí no hay nada rojo!».
© Koldo Izagirre