IX
«El navarro siempre ha sido mala casta!», pero aún así les iba a costar avanzar más allá de Oyarzun, había voluntarios para la zona de Irún. Los de Hernani habían venido a Santiyomendi y Txoritokieta, habían cerrado la zona de las ventas con alambre de espino, «¡Pensando que con aquello no pasarían!». La gente estaba tranquila.
Los del muelle se enseñaban unos a otros las pistolas en las tabernas de Herrera. Fue hasta Bidebieta, al centro republicano, no se lo podían negar. Se hallaban en plena discusión, no tenían suficiente para tanta gente, todos se acercaban a pedir lo mismo. Muguruza el viejo, tras acabar de atar el fardo de papel, le ordenó que entrase en la oficina de dentro, y abriendo el armario, «¡Con Pablo Iglesias por testigo!», le dio una pistola pequeña, como para guardarla en la cuerna de la guadaña, con una caja de balas.
En la cantera extendieron una hoja de El Día. Él y su hermano se entrenaron por turnos. No eran cazadores, no habían conocido escopetas en casa, pero «¡Bastante buena puntería!».
No habían levantado el gallinero, a la madre se le ocurriría que las gallinas debían de estar libres, se pasaban el día picoteando la cal de la pared. Lloviera o no, pasaría todo el día sentada en una pequeña silla, andrajosa, muda, esparciendo los granos de maíz recogidos en el delantal, incapaz de concentrarse en nada, pero cuando aquel coche, volteando el pollo en el aire, se quedó tan cerca que casi le pilla las piernas bajo la rueda, alzó la cabeza. El hijo menor no descendió, le dijo que entrara mientras abría desde dentro la portezuela de la derecha.
Se alejaron ermita arriba a trompicones acallando los ladridos del perro, giraron a la izquierda hacia Herrera y al pasar ante Villa Casares hizo sonar orgulloso la bocina, Don Segundo era el dueño del único coche del pueblo. El muchacho conducía con el mentón en el pecho, ruidosamente, tan descarado como aquellos coches que le llevaba a ver su hermano de pequeño. Su madre se tapaba los oídos con las manos, reía. Giraron nuevamente a la izquierda y cambiando bruscamente las marchas llegaron al casco. Era la hora de comer, no había nadie en la plaza. Entró en el frontón, maniobró y saludando con la mano a los que se asomaban a las ventanas se precipitó hacia abajo arrancando unas briznas de yerba de la pila que había en Audiz.
De vuelta a casa se cruzaron con su hermano por el camino, tocó varias veces la bocina. Lo obligó a retirarse al borde buscándole las piernas, estaba obsesionado con los coches. La madre bajó las manos de los oídos, y rompiendo un silencio de dos años «¡No hay carro mudo!». El joven rió mientras le gritaba «¡Requisado!» al extrañado hermano, acariciando el volante del Packard negro.
Entró nervioso al bar, Zugasti les ordenó dejar las cartas y acompañarlo hasta el local de debajo de la iglesia. Era extraño, Zugasti no era de los que se asustaban fácilmente. Era cajero de los Luises y tenía la llave, entraron en silencio «Zugasti, Arrieta, Mujika, Artola y él». Cerró la puerta. «¡Van a venir en busca de Don Mateo!», lo había oído en la taberna de Herrera. Abrió el cajón donde guardaban el estandarte, buscó bajo la seda. Zugasti sacó las pistolas y se guardó la suya al cinto. Todos sabían que las había, pero sólo Zugasti dónde. «¡Yo no necesito!» les dijo, y delante de los cuatro sacó aquella pequeña Star, «¡Yo ya tengo!».
Zugasti y Mujika subieron a donde Don Mateo. No tenían coche. «¡Llevadme a Zarauz chicos, llevadme a Zarauz!» les dijo Don Mateo nervioso. «¡Un coche no nos serviría de nada!» le dijo Mujika a Artola, «¡Esos tienen todas las carreteras atestadas de controles!». Había que llevarlo hacia Astigarraga, «¡Se encaminaron por entre los maizales!».
«Arrieta, Zugasti y él» se quedaron en la plaza, cuidando la casa del cura. La furgoneta llegó mucho después de que oscureciera. Se dieron el alto mutuamente. Arrieta llevaba una linterna, la furgoneta encendió nuevamente las luces. «¡A donde váis!» dijo Zugasti bruscamente, mostrando la pistola. «¡Tenemos que detener a un sospechoso!» contestó Zabaleta protegiéndose los ojos con la pistola. «¡Ese sospechoso es el cura!» dijo Artola. «¡Los curas no están libres de pecado!», pero Artola había sido el primero en la escuela, «¡Para vosotros es suficiente que sea cura para ser sospechoso!». Salió el chófer, «¡Basta de charla, ese cura es un espía!». Los de la plaza se habían asomado a los balcones. «¡Mejor haríais en acercaros a Oyarzun en lugar de andar tras un cura viejo!» les espetó burlón Zugasti de forma que los de las ventanas oyeran. «¡Si, igual que vosotros!» respondió Zabaleta entrando en la furgoneta. Maniobraron para dirigirse hacia abajo. Eran cuatro, pudieron ver a otros dos atrás. Zabaleta iba al volante. Se detuvo a su lado, y mientras metía la primera, antes de soltar el embrague, «¡Os merecéis Euzkadi, sí, así mismo me lo dijo!».
Los navarros cortaban los hilos y hacía tiempo que la central de Arano no producía energía, tampoco llegaba de la de Arranbide ni de la de Pikoaga. Sólo estaba en marcha la de Ergobia, y alumbrar toda la Parte Vieja de San Sebastián era demasiado para aquellos motores, más pronto o más tarde tenían que saltar. Villafranca en cambio no quería ni oír hablar de aquello, no era del oficio, y más de una vez les había hablado del precio del sabotaje y les ponía la metralleta en la cabeza. Estaban movilizados y él y el ayudante tenían que dormir allí mismo, con los milicianos. Villafranca le daba un vale a la chica de Garratxene cuando venía con la comida. Villafranca le explicaba todos los días a su ayudante, «¡Compañero!», cómo funcionaba la metralleta, y que le pegara dos tiros a quien se moviera. Era un chico joven de Lazcano, «¡Un niño!», y cuando Villafranca se echaba a dormir, tenía más miedo que ellos.
Se oían disparos, habían venido avisando que estaban al llegar, pero Villafranca les amenazaba diciendo que les pegaría dos tiros, y se alejaban asustados. Tuvo que enfrentársele, si quería que se quedara él, que para entonces ya habría aprendido «¡No sólo cómo manejar a los obreros, sino también los motores!», y que él se iba. Villafranca le puso la metralleta en la cabeza, pero en aquel momento se oyó el ruido de un coche. Un hombre vestido con buzo entró a la central con una pistola en la mano y una cinta rojinegra en el brazo, «¡Orden de replegarse!». Villafranca tuvo que perdonarle, «¡Vámonos!» dijo el del buzo. El de Lazcano estaba asustado. Salieron los cuatro hasta el coche pero «¡Sólo hay sitio para dos!» dijo el del buzo. «¡Está bien! le digo, ¡pero entonces dame lo que me has quitado!» respondió, mirando no a Villafranca sino al del buzo. Le devolvió la pistola de mala gana, «¡A ver si te sirve para algo!». Entraron al coche y Villafranca, arrepentido, alargó la mano «¡Pregunta en Ordizia por Villafranca!». El coche arrancó con la mano de Villafranca fuera de la ventanilla. Tenía las letras UHP pintadas en la parte trasera.
Los navarros bajaban de Santiyomendi, los tiros caían en el puente, como el granizo mellando la fruta.
© Koldo Izagirre