VIII

El martes le tocaba turno de día y no tenía más remedio que quedarse allí. Llegaron rumores de que en Hernani habían empezado a cerrar desde la mañana, llamaron a Ereinotzu pero allí no sabían nada, algunos dijeron que era posible, eso fue todo, nada más. No eran aún las nueve cuando oyeron la música. «¡Aquí están!» le dijo el encargado, «¡La Marsellesa!», y salieron al puente. Venían por el camino vestidos de pana, arrastrando una tropa de obreros. Parecía Semana Santa, cuando los de Hernani hacían una especie de procesión hasta las sidrerías de Ergobia con un cordero desollado tendido sobre dos tablas, largas longanizas colgando de pértigas, sendas barras de pan a modo de vela, con las putas. Traían la tricolor española. «¡Muera el rey!» gritaba obstinada una mujer.

Pasaron frente a la central hacia las sidrerías. Los tenían en la puerta. «¡Viva la república obrera!» les espetaron mostrando los puños. El encargado cerró. El tranvía iba ya repleto hacia San Sebastián.

Los aldeanos les miraban recelosos. «¡Errepubliká!» les explicaban los de Hernani, «¡Errepubliká!». No tuvieron que llamar mucho a las puertas. Pronto se llenaron de gritos las bodegas de Pagua, Otaño, Garratxena, Gurutzeta y Oiharbide. La bandera de la República mostraba un orgullo de cabellos mojados en la cima de una pila de helechos.

Pidieron silencio, no se le oía bien, pidieron que volviera a empezar. Entonces hicieron colocarse a Indalezio Prieto encima de una mesa, bajo la bombilla, con un vaso en la mano. Cuando todos los «¡Silencio!» se acallaron repitió «¡Proletarios!», «¡Antes de que existieran las leyes mandaban los reyes!». Calló para que se apaciguara el abucheo de la gente. Movió bruscamente los brazos, «¡Y por eso dicen que no hay ley que acabe con el rey!». Los oyentes temieron que el vaso iría contra algún tonel. «¡Oíd!» les dijo llevándose el vaso a la altura de la oreja. El sudor de Indalezio Prieto parecía el llanto del cirio pascual de la iglesia de Hernani que en aquel momento daba las doce, «¡Oíd!», y hasta el chorro del tonel enmudeció, «¡Esa campana que se oye es la campana del Kremlin!» susurró inclinándose sobre las cabezas de los atónitos oyentes. «¡Viva Rusia!» bramó, incorporándose hasta chocar con la bombilla.

Ni en el trabajo, prolongando el ferrocarril del muelle, ni en casa, un pedazo de pan mojado en vino como postre, diría palabra. Era un hombre habituado a la austeridad y tomó mucho apego a la casa. Recogerían sus palabras como agua de gotera.

Fue pastor en la pampa. Claudia se quedó sirviendo en Buenos Aires. Cada tres meses iban a Santa Rosa. Aprendería a cebar mate. Los araucanos sorteaban una yegua en la feria, y le tuvo que tocar a él. Se la llevaba contento para la estancia cuando la yegua empezó a recular, no la podía dominar, quizás alguna serpiente, y allá que se le fué arrastrando la brida entre el polvo. Volvería a ver a los indios en la feria y le daba en la nariz que aquella yegua que sorteaban era la misma que se le había escapado a él.

Había pasado doce años en América y seis meses en Amara. Por lo visto se pagó el viaje de vuelta trabajando de fogonero en el barco. Era hombre agradecido, dócil, pero solía permanecer cabizbajo, en silencio, terco, sin responder a los rezos de antes de la comida, y cuando los domingos, todos los domingos, Maria le hablaba de ir a misa mientras desayunaba, se levantaría de la mesa y se iría a la huerta. El domingo siguiente a su regreso Don Mateo disertó desde el púlpito sobre el hijo pródigo, «¡Ha vuelto nuestro hermano, el que estaba muerto y ha resucitado, estaba perdido y ha aparecido!», pero Inazio Errazkin «¡No miraba a la iglesia ni para saber la hora!».

El rumor zumbaba ya de víspera y se dirigió hacia el centro de San Sebastián, incluso había oido que los iban a movilizar. Había patrullas de soldados y los escasos transeúntes se apresuraban. El tranvía se hallaba tendido en la estación de San Ignacio como una vaca enferma de viruela. Que si en Pasajes habían obligado a cerrar Luzuriaga a punta de pistola, que si habían enviado a su tierra a los gallegos detenidos en los piquetes. Que si querían tomar San Sebastián al saqueo. Pocos bares y tiendas permanecían abiertos. Lo de Trintxerpe iba en serio.

La gente se asomaba a las ventanas cuando lo de Ategorrieta. Siguió adelante pasado el reloj, pero con miedo, aquel resonar de cascos y aquellos relinchos, unos diez a caballo y un buen grupo a pie. Pasó sin siquiera mirar, con cuidado de no dar un paso más rápido que otro, de frente. «¡Alto!». No sabía si tenía que girar la cabeza, permaneció inmóvil. Los árboles, tan tiesos como él, se extendían hasta Miracruz. «¡Arriba las manos!» dijo la voz de las manos que le metían un fusil en los riñones, «¿Qué lleva usted ahí?», secamente, preparado para disparar. «¡Suéltelo!», la fiambrera produjo el estúpido sonido de un recipiente vacío al chocar contra la acera. Unas manos nerviosas metieron la bala en la recámara, la voz áspera, «¡Abralo!». Se inclinó despacio, soltó el nudo. El cañón le golpeaba el cráneo. «¡Continúe!». Se rieron de él, ya no iban a disparar, aún así se llevó un susto «¡Como para llenar hasta los pantalones de Txirrita!». Se oyeron relinchos. Se volvió a mirarles en Miracruz.

Venían por Bidebieta, las mujeres y los niños delante, atrevidos, indomables, llegaban tras romper la barrera de soldados. Ocupaban la carretera de lado a lado, Trintxerpe había quedado vacío. «¡Gente de acera ha sobrado siempre!», le agarró del brazo, «¡Los de asalto están en Ategorrieta!», quiso avisarle azorado, pero Zabaleta no le soltaba el brazo «¡De uno en uno no somos nada, unidos somos el pueblo!», marchaban carretera arriba, para cuando se dió cuenta estaba rodeado de gente y de gritos.

El capitán a la tropa, y a los manifestantes el del sindicato «¡Dice que teñen ordes de non deixarnos pasar!». También el capitán hablaba con los guardias. Nadie se movió. «¡Adiante!» dijo una mujer volviéndose hacia la gente, «¡A república é nosa, non deles!». Avanzaron lentamente, en silencio. La gente se asomaba a las ventanas cuando lo de Ategorrieta. Sonó un toque de corneta. Se hallaban a unos veinte metros de los guardiaciviles. Sonó un toque de corneta, hicieron una descarga, nadie se movió. «¡Adiante!» dijo el del sindicato. Había sido al aire. Se movieron hacia los fusiles, aquel resonar de cascos y aquellos relinchos, los fusiles apuntaban ahora a la gente. Al sonar la corneta los fusiles disparan, los gritos son ahora lamentos, niños ante humeantes fusiles, entre caballos piafantes, restos de sesos, «¡Tendrían su dueño!», pegados a un árbol como un escupitajo. Los caballos se encabritan contra los que huyen, él mismo lo vió, pateando a los caídos. Un hombre corre Ulia arriba, la manga vacía al viento, vieja bandera. Agachado tras un árbol ha visto la puerta abierta, el capitán ordena meter a los heridos en la camioneta, mujeres llorando llegan a recoger a sus maridos. La puerta estaba abierta, entró al portal de un salto. Pasara lo que pasara era mejor subir, una anciana lo retuvo en el primer piso, «¡Asesinos, eso es lo que son, esos cerdos salvajes!». Los guardiaciviles pedían colchones desde la calle para transportar a los heridos. Alguién se quejó en el portal, bajaron, estaba agarrado a la barandilla, maldiciendo, al final de un reguero de sangre que provenía de la puerta. Temía que siguieran su rastro de sangre, la anciana subió a buscar la llave del portal. Soltó la servilleta que envolvía la fiambrera, el hombre tenía una fea herida en la pierna, no la ató fuerte. Después de cerrar la puerta la vieja volvió a empezar «¡No hay nada que hacer con esos!», pero el hombre cortó en seco su cólera con una pistola que sacó del vientre, «¡Abóa, gárdeme iste cachafullo!». La anciana la cogió en silencio, les dijo que subieran. Se agachó a recoger la fiambrera. Quedó en cuclillas mirando al pequeño agujero que abollaba el fondo.

Era un dicho de viejos que lo de Goizueta nunca fallaba. Los de la central habían avisado, era el tercer día de lluvia, las aguas bajaban crecidas por la regata del Urumea. Las estrellas se agitaban alocadas, la tronada de aquellas nubes negras no presagiaba nada bueno. El huracán estalló «¡El día del Corpus!».

Las aguas bajaban en riada por el Jaizkibel, truncaban árboles, anegaban puentes, las bobinas y troncos de pino de la papelera de Rentería aparecieron entre los okumés de la serrería de Lezo, como delfines muertos panza arriba, «¡Con aquella lluvia y sin agua en las casas!». La tierra comenzaba a abrirse y la gente a asustarse, tenía que haberse perdido mucho ganado.

El sábado fue el teniente de alcalde a decirles que tenían que abandonar la casa, que todos los de la zona baja tienen que mudarse cuanto antes al casco alto. Reunieron algunas ropas en la oscuridad, cogió las herramientas y el pequeño motor que estaba bobinando. No se sentían contrariados con la orden del teniente de alcalde, «¡Es inútil poner puertas a la riada!», en la bodega el agua les llegaba hasta la rodilla y la pendiente de la huerta la empujaba con fuerza hasta el gallinero. Al parecer habían colocado colchones en las escuelas para acoger a la gente. Soltaron el perro. La hermana les dijo que esperaran, que volvía enseguida, y retrocede hacia la casa, avanza no pudiendo hurtar los zuecos al barro, lleva un saco, se dirige al gallinero, y no bien entró cuando la pared del gallinero se viene abajo destrozando las jaulas, el tejado se derrumbó como un peñasco socavado por los barrenos.

 

© Koldo Izagirre
© itzulpenarena: Bego Montorio


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