VII

«¡Si hubiera vuelto rico lo hubieran aceptado!» o «¡Si hubiera traído dinero no sería un hijastro!» comentaba para entoces la gente, su hermana le dijo que lo había oído en la tienda de Herrera. También la madre se enteraría pronto, tenían que pensar algo antes de que otros se lo dijeran, de todas formas estaban quedando en mal lugar. Decían que andaba por Amara.

La dueña de la Pensión Euskalduna lo recibió secamente, no le aclaró casi nada. Había muchos clientes y bastante trabajo tenía ella sin andar siguiéndole los pasos a nadie. Y a ver a qué venían todas aquellas preguntas. Bajó a la calle. No había duda, tenía que ser cliente del Euskalduna. Y al parecer pagaba puntualmente. Giró a la derecha en Easo, hacia los bares. Anochecía, tenía sed.

Estaba jugando a cartas. Le abordó por la espalda y aquel a quien llamaban indiano se volvió, con sus bigotazos de barbas de maíz y su pañuelo rojo bajo la barbilla diciendo que sí. Había envejecido. Le espetó de golpe quién era, también él lo reconoció, «¡Nuestra madre está llorando!», mirándole a los ojos llorosos. No dijo ni palabra, «¡Corta!» le dijo un compañero de mesa y se giró nuevamente. «¡Eh!» lo llamó apretando ahora la mano en la espalda, pero lo empujó hacia atrás con aquel brazo velludo que parecía una pata de cangrejo. «¡Oye, a malas no queremos nada!» y salió. Muchas cuadrillas de hombres paseaban por la calle de la Salud, recordó que tenía que preguntar cuánto costaba la pensión completa, seguro que como poco ocho pesetas.

Era a principios de invierno, solían verlo subiendo de Herrera y por el camino de encima de la ermita. No debía de tener dinero, andaba desarrapado, solía tumbarse al sol de invierno contra el muro de la ermita, mirando a la casa. «¡Ya vendrás, ya!», pero los Errazkin eran de mal carácter. Fue a buscarlo por segunda vez, pero lo reconoció de lejos, se levantó, se va. El joven empieza a correr cuesta arriba apretando los dientes, por éstas que lo tiene que alcanzar, el otro también echa a correr por el sendero de Molinao, lo perdió de vista.

A media mañana vino la gallega a recoger las perfollas para hacer literas para el marido y los hijos marineros. Se puso a llenar sacos en el sótano, arrodillada, remangada, sin importarle la fría claridad que se colaba a través de la puerta abierta. Una larga sombra le heló los brazos. Alzó la cabeza. La asustó aquel hombre barbudo que abarcaba toda la puerta. Se levantó frotándose las doloridas rodillas. Maria pelaba patatas en la cocina. «¡Tienes un mendigo en la puerta!», le dijo la gallega.

Lo invitó a pasar, se le empañaron los ojos, que no se quedara así en la puerta, que entrara. Inazio Errazkin se sentó. Estaba derrengado. Maria le sacó un caldo. «¡Parecía un Nazareno!» comentaría la gallega en Herrera.

Era ya pasada la media noche, al menos hacía ya tiempo que se habían acostado. El hermano menor se hacía el muerto bajo la manta. El perro ladraba a más no poder. Salió descalzo al balcón. Estaba oscuro. El de la puerta era un joven, «¡Tienes que venir, tenemos la barca varada en Jaizkibel!». Era la voz de Zabaleta. «¡Tabaco!», pensó. La madre también se había levantado. «¡Tengo trabajo!» le dijo cuando iba a vestirse. Cogió algunas herramientas. «¡A estas horas!» murmuró la madre.

Zabaleta también callaba, un sur bochornoso. No tenían que cruzarse con los carabineros, dejando el muelle a un lado tomaron por la vía del tren en Pasajes. No podían igualar el paso entre los guijarros, parecían marineros borrachos. En Lezo empezaron a subir, empapados en sudor. Los senderos eran ríos de hojarasca. Zabaleta se detenía con frecuencia, escupía. Llevaba la linterna boca abajo, agarrada por la pantalla y dejando pasar la luz entre los dedos. A pesar del viento sur llegaba claramente el rugido del mar, habían llegado arriba. Zabaleta emitió unos destellos levantando la lintera. El ladrido de un perro los atrajo hacia abajo. Volvió a hacer señales con la luz. Respondieron desde más al este, seguramente desde tierra firme. «¡Cuidado, aquí hay unos agujeros enormes!» le avisó Zabaleta, y se precipitó a saltos hacia el mar.

«¡Tres horas!» les dijo Muguruza, el hijo del carpintero de Herrera, mostrando el reloj a la luz de la linterna. Había comenzado la bajamar. Tuvieron que tirar los tres del chicote para acercar la barca, era grande. Saltaron adentro desde una roca. Lo que había bajo el toldo parecían cajas, «¡Tabaco!». Sólo tenían un remo bajo la banca. «¡Podíais haber cinglado!» les dijo. Muguruza le remedó rápidamente «¡Remando con las manos hubiéramos ido más rápido!».

La barca era por lo menos de veinte caballos, renovada, eran pocas las que tenían motor de arranque. Insistían una y otra vez con el arranque pero no conseguían nada. «¡Pues gasoil ya tiene!». Una barca a aquellas horas podía despertar sospechas, se escondieron en la costa con el motor apagado, pero luego no quiso arrancar. Era cierto, allí no llegaba corriente a los contactos. Soltó el motor a la luz de la linterna envuelta en un algodón grasiento. «¿Lo arreglarás?», mira que hay que oír chorradas cuando estás trabajando. «¡Cuidado, aquí hay unos hermosos agujeros para esconderte tú y tus cajas y no venir a despertarme!», le respondió sin alzar la cabeza. Pero Zabaleta era de Herrera, «¿Y con la barca qué ibamos a hacer, llevárnosla a hombros?».

Tenía el carbón de las escobillas hecho polvo. «¡Un trozo de cobre, de latón, de hierro, algo!». Muguruza encontró los aparejos. Partió el plomo con la navaja, lo colocó en la embocadura del motor de arranque. «¡Dale a ver!» le ordenó a Zabaleta. Estaba muerto de sueño.

Empezó a lloviznar, los chinchorros de Pasajes venían ya a por chipirones. «¡Ojalá lleguemos!» soltó Zabaleta en un suspiro, «¡No sé, el plomo se deshace pronto!» les dijo con verdadera preocupación, pero Muguruza estaba feliz porque la barca avanzaba, y empezó a chincharle a ver cuánto les iba a quitar por el trabajo, cuánto quería por guardar en secreto lo de aquella noche, a ver si le bastaba con una de aquellas cajas. «¡Déjalo en paz!», dijo la voz de Zabaleta maliciosamente, «¡Este también es de los de agua bendita pero no tira piedras!» y los dos se burlaron. La barca iba despacio, sin levantar olas.

El puerto parecía hervir bajo los primeros resplandores, la niebla comenzaba a disiparse. Muguruza enfiló hacia el muelle de Trintxerpe bordeando los barcos amarrados, Zabaleta se subió al chapitel con el remo en la mano para no chocar con las embarcaciones. «¡El camión se habrá ido ya!» dijo Zabaleta y ordenó a Muguruza que se acercara al remolcador de Carallu. Zabaleta saltó al remolcador y amarrando la lancha pasó al barco contiguo. Cuando llegó a tierra era ya bien amanecido. En la pescadería estaban cargando los camiones.

No tenía ni un pelo seco, quería cambiarse antes de ir al trabajo, pero Muguruza le dijo que esperara, también los demás estaban empapados, que les ayudara a sacar las cajas, «¡Además tenemos que hablar tranquilos!».

Aparecieron Zabaleta y un hombre enjuto que traía una manga del buzo atada a la cintura, vacía, «¡Aquí llega con Carallu!». Carallu se quedó en el remolcador para coger la primera caja que le pasaba Muguruza. «¡No es tabaco!», pensó al reparar en el esfuerzo de Muguruza. Carallu hacía palanca con su única mano y las metía al remolcador. También él cogió una caja «¡No lo es!». El piloto gritó «Descaralléume a outra mán!», y dejando la caja se llevó la mano a la boca. La caja cayó en la barca. Se agachó a recogerla. Al enderezarla las maderas se agrietaron y la caja se abrió como una cabeza de merluza, dejando a la vista los afilados clavos. Un hatajo de fundas negras se desparramó sobre las maderas. Carallu empezó a jurar, Muguruza y Zabaleta se esforzaron en recoger las fundas. Cogió una. «¡No es tabaco!», la culata delataba que eran pistolas.

Una vena azul le dividía la frente, no tenía un solo rastro de arrugas y el rocío del sudor le llegaba hasta las cejas pelirrojas. Se había despertado con un fuerte olor a amoníaco y caricias en la rodilla. Parecía que estaba remando, las manos resbalaban de la pantorrilla al muslo. Sintió una fuerte punzada en la cabeza, alzó la mano y los dedos tocaron un lazo de tela. Entonces se dió cuenta, la posadera sonreía, de que la caricia de la rodilla era directamente en la piel, las gruesas manos de la posadera subían y bajaban por la rodilla hinchada, modelando la velluda masa del muslo. Los pantalones estaban en la cama contigua, amontonados. En la puerta, callada, estaba la hija, la que solía decirle burlona «¡Lucero!» igual que la madre. Las blancas manos continuaban sin descanso, rozando suavemente con las puntas de los dedos la hinchazón dolorida. Empezó a sentir, asustado, la acometida de un fermento que en un escalofrío le erizaba la raíz de los pelos de todo el cuerpo. La chica se rió tapándose la boca con la mano. La madre la envió a recoger la comida de la yegua sin dejar de trabajar, sonriendo al joven, deslizando hasta el muslo aquellas gruesas manos que emanaban olor a amoníaco, sin querer mirar hacia allí, hacia donde se revelaba la fuerza del fermento. Oyeron ruidos de cascos en la puerta, las manos se aferraron al muslo, frente a frente la posadera con aquella frente separada en dos por la vena azul, y el joven con aquella torpe vendaje. Se adentraron en la casa las voces del marido y del encargado, llamaban a la posadera. Se irguió, recogió los pantalones de la cama de al lado. El hurón se había portado bien, habían cogido tres conejos, eso es lo que oyeron. El joven pensó que tendría que aguantar las burlas del encargado porque la yegua lo había tirado al suelo. El calor de la masa no disminuyó cuando la posadera, sonriente, «¡Lucero!», le extendió los pantalones por encima. Le dio la espalda y balanceó su grupa tan orgullosa como el caballo de Don Telmo.

 

© Koldo Izagirre
© itzulpenarena: Bego Montorio


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