VI
Por lo visto un rayo había derribado algún cable en la zona de San Juan, el encargado se lo llevó con él. La galerna golpeó con fuerza durante la noche, los postes se habían torcido, alguno se había caído, como si se apoyaran en los hilos en lugar de en el suelo: el cable estaba partido, llegaba hasta el mar, entre las rocas, cerca del faro. El encargado fue hasta el borde del agua y después de mirarlo durante un rato, cogió el cable con la mano. «¡Espera aquí sin tocar nada!» le dijo, y se fue hacia la caseta del monte, sendero arriba. Era un hombre ágil. Arriba le aguardaba una pareja de carabineros y se detuvo a hablar con ellos bajo el paraguas. Al chico no le gustaba que la llovizna lo empapara, adelantaría trabajo. Tocó el cable, no con la palma, «¡Porque la mano se pega a la corriente!», sino como le habían enseñado, toc toc, golpeando la puerta con el dorso de la mano. El encargado lo había agarrado, pero por si acaso. No, no tenía corriente. Lo asió con las dos manos y empezó a tirar de él. Era un cable pesado, seguramente de alta tensión, y estaba trabado entre las rocas, recogió algunos metros con gran esfuerzo. El tramo entre postes no es tan largo, el cabo del cable tenía que aparecer pronto. No lo ve, pero aparece. Fue entonces cuando le dió, «¡Porque el mar es tierra!».
El encargado apartó asustado el cigarrilo de los labios y se precipitó por el sendero con pies y manos. Los carabineros se movieron más torpemente, tenían que transportar los mosquetones y el paraguas. El chico estaba tendido lamentándose como un novillo herido, pataleando en el suelo, adherido al cable. El encargado se paró a su lado jadeante, comenzó a soltarse los botones del buzo mojado. Los carabineros llegaron también y uno se inclinó hacia el muchacho. El encargado, sacándose la camiseta seca por la cabeza «¡Quieto que te pega!», lanzó una patada a las manos que se acercaban al joven. «¡Tapa aquí!» le dijo al del paraguas, se envuelve la mano con la camiseta, agarra al muchacho por los codos, y se lo llevó a rastras, pero estaba pegado al cable como un perro rabioso. Le da un golpe en el brazo, el cable se enreda, el muchacho queda libre. Estaba totalmente negro. «¡Te lo he dicho, te he dicho que no tocaras nada!» dice el encargado, «¡Levántate, levántate de ahí!», como si lo fuese a rematar allí mismo cuando se levantara. «¡No puedo, me he cagado!» articulan hipando unos labios babeantes como los del caballo del hijo del marqués.
«¡De ésta nos van a asfixiar con maquetos y deslenguados!» dijo Don Mateo cerrando la ventana que daba a las huertas de Casas Baratas. Aburridos de ver gesticular al cura, los maquetos de Casas Baratas que no aprendían más que a plantar pepinillos se marcharían a comer.
Se quitó las gafas al sentarse, se acarició la dolorida nariz. No miró a Zabaleta, se quedó cabizbajo durante un instante, y cuando estirándose alzó la cabeza, les miró de uno en uno a los ojos. «¿Hay alguien más que no haya entendido el evangelio?», y entonces todos salvo Zabaleta miraron al suelo. Don Mateo tomó el libro negro de encima de la mesa, tiró del extremo de la cinta roja, lo abrió. «¡Dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios!». Todos miraron a Zabaleta, Zabaleta no entendía por qué decía Jesucristo «al César lo que es del César», no estaba de acuerdo. Era testarudo, todos preferían que no hubiera preguntas ni dudas, Don Mateo no era un sacerdote que se amedrentara ante las discusiones, llegarían tarde a comer. «El Evangelio habla de lo que es del César, de lo que le corresponde, pues no hay que desear bienes ajenos, al César, por tanto, lo que es del César, hay que tomar el Evangelio como espejo de justicia, speculum iusticiae!». Zabaleta era de Herrera: «Si pero, ¿qué es lo que es del César?».
Un barco atracado en el muelle de Pasajes, un mono atado al mástil del barco, saltando sobre los troncos apilados de okumé de Guinea, con un grillete en la pata. El oficial se deslizó poste abajo, se quitó los trepadores de las piernas, se los dio al muchacho. Fueron soltando cable hasta el caserío.
La cabeza de Txirrita era «¡Por lo menos así!», y también se decía a menudo «¡Aquí vienen Txirrita y su cabeza!», entre dientes por si acaso. Era familia de los de Harriaga, estaba sentado a la puerta con una jarra de dulce pitarra sobre la mesa podrida. «¿Qué hay Txirrita, tranquilo, eh?» le dijo el muchacho, sonriendo al oficial y dirigiéndole una mirada traviesa, y Txirrita respondió desde su cabeza «¡También lo estarías tú si te metieras en mis pantalones!».
La abuela decía que tomaran un poco de caldo, pero el oficial prefería acabar cuanto antes. Estuvo en el balcón para poner el contador, el muchacho clavó el hilo a unas vigas comidas por la polilla, el polvo le caía a los ojos. En Harriaga querían luz en la cuadra y en la cocina. El muchacho colocó a conciencia los interruptores. El oficial se encaminó al transformador que había junto a la presa para dar vía a la corriente, y el chico que sí, «¡A esa edad!», un poco de caldo.
«¿Quién quiere encender sin fuego?» invitó el oficial, y Txirrita dijo que tenía que ser el cabeza de familia, el abuelo le dio al interruptor, media vuelta, allí estaba la bombilla, media vuelta, era hermosa entre los haces de helechos mojados en leche, media vuelta, parecía una pera monda. No se encendió más que un tizón mojado.
«¡Tranquilo hombre, la electricidad no tiene fuerza de día, necesita oscuridad, la luz la trae la oscuridad!» dijo tranquilo el oficial. El abuelo desapareció escaleras arriba refunfuñando y la abuela accionó el interruptor. El abuelo de Harriaga apareció con una del doce de dos cañones bajo el brazo, «¡Habrá que ver qué trae la oscuridad!». Tuvieron que dejar sobre la mesa los alicates, el martillo, los trepadores y el cable sobrante.
Pasó la tarde contando las gotas que caían de los haces de helechos y manchaban el suelo. Txirrita y su primo se habían zampado un queso entero delante de ellos, pero no tenía hambre, no había buen ambiente en aquella cocina, tenía miedo, decían que el abuelo de Harriaga era brujo, curaba las patas rotas de los perros de caza y las personas mordidas por serpientes rezando el Credo al revés, así que, cuidado, no les iba a dar «¡Un tiro a cada uno!», claro, pero los hilos que habían puesto eran viejos, aunque el oficial había probado antes las bombillas en el taller, no iba a traer bombillas nuevas para una instalación con trampa, tenía miedo y la conversación entre Txirrita y el oficial no lo tranquilizaba, él sabía la fuerza que tiene el agua, no sólo la caliente, también la fría, si no sabían quién había inventado la electricidad que se aguantaran, y la gota cuarenta y siete no acaba de caer, alzó la cabeza hacia los helechos y empezó a quemársele el troncho a aquella pera blanca, ha empezado a enrojecerse, la luz muestra su esqueleto, todos miran hacia el techo, lo rojo es ahora extensa blancura, la cocina ha comenzado a iluminarse, «¡Edison, Edison!», y dejando los haces de helechos, las moscas se precipitan zumbando hacia la bombilla, que es ahora una pera verdadera, viva, cálida, más cálida que la estrella que trae consigo la oscuridad.
© Koldo Izagirre