V
Su látigo de cuero era casi tan largo como su mostacho. «¡Atensión mushashos!» gritaba, y movía el látigo. Nadie más podía utilizar las llaves del horno. Había que llamarlo «¡Mesié Dibuá!».
Lo pusieron desde el primer día como ayudante de los macheros, tenía que echar paladas de arena para que la vertieran en los cuencos de las galgas. El machero la aplastaría con una especie de mazo y una vez retirado el molde, todo el lugar continuaría aún envuelto en humo, sin verse entre ellos, tosiendo, no pudiendo aclararse la garganta.
El patrón venía todos los días en coche, con chófer, trajeado. Subía a la oficina y enseguida aparecería enfundado en unos pantalones azules y pasaría la mañana recorriendo la fundición. Llegó hasta los hornos y estuvo hablando con Mesié Dibuá. No les entendía. Se le acercó y le preguntó «¿Tu eres nuevo, cuantos años tienes?». Mintió en la respuesta, como antes hiciera Inazio Errazkin, «¡Catorce!», y entonces el jefe, «¡El propio Victorio Luzuriaga!», agarrando una carretilla, «¡Ya lo sabes, aquí hay que trabajar duro!».
El látigo de Mesié Dibuá resonaba contra el suelo con más fuerza que los botes de carburo.
Los reuniría en la sacristía, bajo las melladas figuras de porcelana, envueltos en un desagradable olor a cera. También solía estar allí Zabaleta el de Herrera, los domingos se acercaba a visitar a unos parientes cercanos. Cuando ya se había calentado las manos apretándolas contra la taza, sacaría del cajón, uno a uno, diez bizcochos del grosor de una mazorca, colocándolos sobre la mesa. «¡A ver Zabaleta, ¿qué es Euzkadi?» preguntó mirando por encima de las gafas empañadas por el vapor del café con leche. La mazorca se sumergiría en el café, los gruñidos de placer de Don Mateo rebotaban en todas las esquinas de la habitación, sacaría la mazorca del vaso, parecía una bosta de vaca, y cuando el pedazo untado del bizchocho estaba a punto de caer, Don Mateo haría un rápido juego de cuello para metérselo en la boca sin sacar la lengua, y los muchachos pensaban que caía en la boca de Don Mateo igual que una bosta de vaca. Todos continuaban en silencio, y no se les ofrecería mazorcas como premio. Los dedos de Don Mateo acababan necesariamente mojados de café con leche, bebería a sorbos los restos de estiercol que quedaban en la taza. Sacaría de debajo de la sotana un pañuelo anudado, «Euzkadi es...», se chuparía los dedos «...el huerto que nos dejó...», frotaría las gafas «...nuestro Padre a los euzkotarras», se respondería a sí mismo Don Mateo.
El día de Santiago partirían hacia Hernani desde por la mañana, tras haber desayunado medio pollo cada uno. Se sentarían en la pendiente desde la que se dominaba bien la curva, los coches tenían que reducir, podían ver a dos pasos a Constantini y a Goux compitiendo, aquella vez en que De Buck la cogió mal y chocó contra el borde con la trasera, ésta que es la primera vez lleva a su hermano. Bajaron todos en tropel, enseguida se le echan encima los soldados y los motoristas, el coche tose un poco, no puede. De Buck salió, se levantó las gafas por encima del casco y dió una rabiosa patada a la rueda de recambio trasera. Entonces Arrieta le ofrece una bota y De Buck echa la cabeza hacia atrás para beber, como las gallinas. Los demás participantes tienen que frenar casi hasta pararse, el coche rojo de De Buck se ha quedado medio cruzado. Le devolvió la bota, y se alejó caminando, con el buzo blanco manchado de polvo, despreocupado del coche. Los mejores eran los Bugatti.
Los entrenamientos comenzarían una semana antes, y con las primeras luces del amanecer los rugidos de aquellos endiablados Delage, Bugatti y Sumbean despertarían a los de Pake Leku y a los búhos de los alrededores de Pake Leku, alborotando los maizales de Astigarraga aquellas cucarachas de colores llegarían hasta Pasajes burlándose del tren. Algunas veces llegaban hasta Molinao a repostar gasolina, los de los hornos saldrían a la carretera, y de vuelta el azul se paró justo delante de la puerta principal. El piloto se incorporó. El muchacho levantó una aleta del capó y un humo caliente brotó de aquellos tubos oscuros como intestinos de cerdo. El piloto dijo algo al muchacho, no le entendió. Miró hacia el morro del coche, tenía un gran 9 pintado en rojo, y el muchacho entró corriendo al taller gritando «¡Jean Graf, Jean Graf!», señalando la puerta con el dedo. Se tropezó con la tripa de Mesié Dibuá. Mesié Dibuá perdió su látigo. «¡Jean Graf está en la puerta, se le ha averiado!» le dijo con voz entrecortada. Dibuá se llevó la mano al mostacho.
El piloto parecía enfadado. Llegaron Dibuá y el propio Luzuriaga ordenando a los trabajadores que volvieran adentro. Hablaron con Jean Graf. El muchacho no les entendía. «¡Yo creo que es la dinamo!» les dijo.
«¡Cuidado!» dirían con los ojos a todo el mundo en la bolera de Txingurri o al coger el tranvía, o cuando tenían que bajar a algún funeral. No había en Herrera quien les hiciera frente. Cuando los niñatos del pueblo se atrevían a adentrarse en el monte, de pequeños antes del amanecer para poner trampas y de jóvenes al anochecer para acompañar a las chicas, había suficientes zarzales y escondrijos para apedrearlos sin ser visto. Artola, Zugasti, Arrieta, todos tomarían parte. Zugasti conseguía tres y cuatro botes en el agua del estanque cuando competían lanzando piedras.
Allá venían la de Telleri y la de la tienda y la hija del santanderino con su cohorte, siempre más chicos que chicas. Los de Herrera se quedaban esperando a ver cuándo dejaban las chicas el taller de costura para continuar camino arriba. Las primeras pedradas serían suaves, como un aviso para que huyeran las muchachas. Entonces, con la vanguardia ya libre, terrible granizada desde ambos lados del camino hasta deshacerse los brazos. Uno de los de Herrera se escondió en un zarzal del borde del camino. Arrieta lo tenía a tiro, no le perdonó. Zugasti cogió un palo y cuando agotadas las piedras salieron de los escondites, surgieron tras el zarzal pequeñas chispas con sus explosiones. Quedaron aterrorizados, se oyó el lamento de Arrieta llamándolos desde el matorral. El de Herrera corría cuanto podía y no lo reconocieron. Zugasti corrió hacia Arrieta arrojando el palo. Arrieta se agarraba la oreja, «¡Me ha dado, me ha dado!». Zugasti le retiró las manos de las orejas, tenía los dedos ensangrentados. «¡Te ha hecho un bonito agujero!», dijo mientras examinaba la oreja de Arrieta. Lloraba a lágrima viva. «¡Aquí está la bala!» y le sacó una enorme espina del lóbulo. Se la enseñó a todos, e incluso Arrieta comenzó a sonreir. «¡Vamos a donde las chicas!» dijo Artola, «¡Para ese agujero ni siquiera hace falta pendiente!».
Al alba caminaría por el borde de la vía, con una vara de acebo en la mano, ahuyentando a los perros que le salían de los caseríos, torciéndose los tobillos entre los guijarros, solitario por el extremo del túnel, resbalando entre las traviesas mojadas, apresurado, apresurado como el viejo tranvía cuesta arriba en la oscuridad. Jugarían en el frontón de Atotxa incluso antes de amanecer, se reunirían los muchachos de todos los talleres de Gros, apostándose un cuartillo de vino y galletas. Cuando empezaba a calentar se irían a la playa tras sudar con la pelota, cada uno hincaría un palo en la arena, colgarían allí la ropa y se irían corriendo como locos al agua en lugar de esperar aburridos a que los encargados de los garajes Fiat, Garnier, Panhard, Stinus y Massé abrieran sus puertas.
En la Compañía Eléctrica no arreglaban coches, pero sacaban energía del agua y luz de la energía. Era un trabajo más elegante que el de la fundición y para aquellas bocas que ya iban aprendiendo a decir inducido, kilovatio y trifásico, los polvo, metal colado, caldera, les producirían dentera, se convertirían en algo tan áspero como el hierro oxidado.
© Koldo Izagirre