IV
Oilagorra no era de Pasajes, Oilagorra trabajaba en el muelle con su padre. Sus zarpas abarcaban la cintura de sus hermanos. Le tenían miedo, su padre decía que levantaba con una sola mano los bocoyes tumbados. El muchacho se escondería entre las hojas de maíz apiladas en un rincón del sótano, Oilagorra bebería unos tragos y con aquella voz que estremecía las ramas de la higuera comenzaría el relato de la semana, que si allá iban los de Etxetxiki llevando al difunto abuelo al cementerio, y que no era porque estuviera en su casa pero, aquel sí que era un hombre, y bien empinado el camino del cementerio, además con un calor bochornoso, y de repente Don Mateo que les dice «ˇAlto!» alzando la mano, les ordena que dejen el ataúd en el suelo, todos se secan el sudor y Don Mateo que saca la bota de debajo de la sotana y se la pasa a los demás, y la bota que va de mano en mano, y también llega hasta las mujeres, pero está ya vacía. Y estallaba en carcajadas, palmeando en la espalda al pasaitarra de al lado.
Para cuando acababa el cuento Oilagorra estaría hambriento y la madre le traía media docena de huevos. Oilagorra los cascaría contra el borde de la mesa y los engulliría sin preocuparse de pelarlos. Cuando estaba algo bebido empezarían los desafíos a ver si alguien aceptaba apuestas. Don Telmo y Don Fernando Más salieron de la cocina, el médico estaba dispuesto a jugarse el reloj. Se levantó Oilagorra, se levantaron todos. Don Telmo y Oilagorra eran los más altos. Don Telmo sacó el reloj, tenía una larga cadena. El muchacho pensó que el reloj era tan ancho como un huevo frito. Don Telmo alzó la mano y el reloj quedó colgando por encima de todas las cabezas, entonces el tic tac del reloj se adueñó del sótano. El brazo de Don Telmo parecía la pluma de una grúa, la carga del reloj tensaba la cadena como si fuera un cable de acero. La grúa comenzó a transportar su carga. La boca de Oilagorra era la bodega de un barco. El reloj desapareció, Oilagorra gimió suavemente, debió tragárselo hasta la garganta. El muchacho tenía sudores fríos. La mano de Don Telmo bajaba veloz en el extremo de la cadena, y cuando más intensos eran los «ˇEso es!» y los aplausos de los de Pasajes, tiró de la cadena. La madre gritó. La cadena salió dos palmos de la boca. Oilagorra apretó los dientes. Don Telmo y Oilagorra tiraban cada uno hacia su lado, como si la cadena fuera un serrucho y estuvieran aserrando un tronco. Los pasaitarras comenzaron a vitorear a favor de Oilagorra. Al final Don Telmo le golpeó con el puño en la cabeza y Oilagorra expulsó el reloj en un vómito. «ˇEste asqueroso por poco me traga el reloj!» dijo Don Telmo limpiándolo con una servilleta. Se lo llevó al oído. El perro estaba en silencio, en silencio las vacas, entre las hojas el muchacho no se mueve. «ˇLe comió la música al reloj!». Oilagorra tenía cien relojes colgando en la cocina de su casa, llenos de moscas. «ˇEmpezó siendo hombre y acabó animal!».
También al abuelo le hubiera parecido hermosa, era más bonita que Casas Baratas, situada en la ladera sobre el arroyo que se veía desde Etxetxiki, cerca de la villa de Leizaola el de Gros. Las tejas no necesitaban piedras para que no se las llevara el viento, estaban firmemente encajadas, como las escamas de los besugos de navidad. Sobre la entrada estaba pintado «Pake Leku» en negro, cara a la carretera. Además tenía terrenos alrededor. «ˇTambién nosotros somos de la tierra, pero la tierra no es nuestra!» dicen que decía siempre. Vivieron siempre de inquilinos del marqués.
Hacía tiempo que el laurel del tejado se había marchitado, llevaban ya una semana en la casa nueva cuando apareció Don Mateo. Todos se pusieron en fila ante la casa. El sol estaba alto. El muchacho estaba junto a Marrus, tenía a la altura de los ojos aquella mano de negras uñas y pensó que era mentira lo de que Uzkudun le había estrechado la mano, su padre decía que los versos de Marrus eran malos y, seguramente, al saber cómo eran, Uzkudun le hubiera dado un puñetazo en pago de las rimas. El muchacho había transportado arena en la carretilla, tuvieron que trabajar medio a escondidas. Si no hubiera sido por ellos, Marrus nunca hubiera acabado la casa.
Don Mateo les miró torvamente por encima de las gafas caídas, como cuando hacía las preguntas para repartir tarjetas de Pascua. Por jugar durante las vísperas, dejó la misa y fue hasta el frontón, le había quitado la pelota a Inazio Errazkin. Acabó rápido con la bendición de la casa y de las huertas. Subió a la cocina con Marrus y los padres. Los hermanos se quedaron jugando con los hermanastros, habían comido antes.
Era una hermosa casa, soleada, en la cocina tenía grifo para el agua, el muchacho no tendría que ir a buscarla, pero su padre no quería cuadra, lo habían hecho fijo en el muelle. «ˇLas vacas dan leche por la boca!», vendió las cuatro a los de Larraburu y les regaló el yugo labrado con los cabezales. El muchacho ya sabía que su hermana no iría a por leche.
Cuando Don Mateo desapareció camino arriba, el padre le ordenó que trajera el gallo. Se fue con su hermana a la chabola donde tenían las gallinas y los conejos. La hermana no se atrevió con el gallo, era malo cuando se le hinchaban las plumas. Lo llevó hacia el rincón para que no escapara. Lo agarró por el cuello. Movía las alas y lo apretó entre las rodillas, como un molinillo de café. Con el gallo bajo el brazo empezó a correr. El padre afilaba la hoz. Llegó la hermana. El padre lo cogió también bajo el brazo, le quitó unas cuantas plumas del cuello con aquellos dedos que parecían morcillas. Le cortó el cuello de un solo tajo, la cabeza quedó colgando y las alas moviéndose. La sangre manó a chorros. El padre regó la entrada con la sangre del gallo. La hermana se alegró, aquel gallo estaba loco, siempre andaba aplastando a las pobres gallinas.
Los Errazkin eran rudos, valían para el trabajo. Migel no les riñó nunca, estaban ya crecidos cuando se casó con Maria, no lo reconocían como padre y eran dos. Las lágrimas de Maria se agotaron cuando el hijo del constructor volvío a deshora de la fábrica, abrió el puño y, mostrando una moneda de dos reales, «ˇA mí no me explotan más en Luzuriaga!», la arrojó con fuerza, para temor de las ventanas.
Acompañaron a los Errazkin a Pasajes. Se veían muchos hombres empujando vagonetas y transportando sacos de cemento al hombro, boinas, bueyes, barriles, cinturones, arres y sos, como si las zarpas de Oilagorra hubieran vaciado sobre el muelle todos los caseríos de los alrededores, como hacía con los posos de sidra del vaso.
El padre estaba en el sitio convenido, lleno de polvo, junto al buque. Les preguntó a sus hijos cuál era el nombre del barco y los labios de los niños se movieron al unísono, hasta los Errazkin sonrieron. El Infanta Isabel quedaba a la par del muelle, había marea baja. Aquella larga chimenea despedía un humo más negro que el coche negro de la reina. En torno a la escalerilla se agolpaba un gran gentío. Un anciano vestido de blanco apareció en la barandilla de cubierta y, pidiendo silencio, empezó a cantar nombres. Otro anciano vestido con delantal blanco recibía a los pasajeros cuando iban hacia la escalerilla, les examinaba los ojos con un aparatito y, gritando «ˇSano!», los enviaba hacia arriba con una palmada en la espalda. Inazio Errazkin, se oyó. La madre le entregó un paquete, el padre le estrechó la mano. Inazio siempre tenía los ojos llorosos. Se acercó al médico. Claudia Errazkin, y la madre la abrazó. Inazio ya estaba en el barco.
Recogieron la escalerilla. Pasaron tiempo esperando, mirándose en silencio, separados por un pequeño trecho entre el buque y el muelle que podía salvarse de un salto. Claudia no era la única mujer que partía hacia América. El Infanta Isabel dió tres largos toques de sirena, soltaron las amarras, los marineros recogieron con desgana las estachas. Comenzaron los adioses de los de tierra, el buque buscaba la salida enderezando la proa. Los pasajeros se reunieron en popa, bosque de brazos. «ˇLos sueños no tienen amo!» murmuró el padre entre dientes. El buque se alejaba suavemente, sin balanceos en un mar en calma.
No era como aquellas otras salidas que el muchacho había visto desde el monte. Se podían leer los nombres de algunos barcos, no había gritos, los muelles eran más hermosos de cerca. A los Errazkin no se los llevaban a la guerra como al hermano de Zugasti, no había llamadas de cornetín, y aunque también esta vez había mucha gente en los muelles, no se veían soldados. El Infanta Isabel partía solo y los demás barcos quedaron mudos, amarrados, no hacían sonar sus sirenas, más tristes que las sirenas de año viejo, cuando siguiendo la estela del buque que partía a la guerra contra el moro se adentraron tres millas más allá de Bordaplata, «ˇLa cosa más triste que he visto en mi vida!». En aquel muelle había un maravilloso olor a café, la madre no lloró como hiciera aquella vez Zugasti, el lomo del sol se reflejaba en el agua más brillante que los labios de un trombón, y Zugasti se ha reído, y todos se han reído, el maestro se cayó con una pierna atrapada en la marmita, formando olas que llegan hasta América, olas de blanca barba que dejan atrás los dos caballos de la reina.
© Koldo Izagirre