II

Los lunes su primer trabajo consistía en retirar y apilar las mesas y los bancos. El maestro se quedaría mirando por la ventana, indiferente al alboroto de los niños, las manos en los bolsillos de su vieja chaqueta. El ruido iba apagándose con la suavidad del viento húmedo. El maestro se fijaba en los cristales sucios y ante sus ojos se reflejaba la diligencia de los alumnos. Se volvería cuando estaban ya en fila, sin dar tiempo al murmullo, y cuarenta extrañados ojos perseguirían la huella blanca que trazaba su peluda mano en el maderamen del suelo, como un largo y retorcido rastro de orina con destino fijo. Marcaría unos puntos aquí y allá, se incorporaría con la mano izquierda en la cintura, y tras aprobar su arte de reojo, se sentaría dando palmadas para limpiarse el polvo de la mano. Colocaría la silla a dos patas para apoyar la cabeza en la pizarra. Gritaría «ˇArtola, a Roma!». Artola miró al maestro, miró al pecoso monstruo, todos se esforzaban en elegir el punto adecuado. Dió tres pasos, se detuvo erguido junto a un punto. «ˇPor París!». Se volvió, retrocedió, miró de reojo también él, hizo un ángulo con los pies, se detuvo. Siempre atento al maestro. Aquel hombre joven recién llegado de Avila también se ganaría fama de loco sin mucha tardanza.

Algunos hombres jugaban a la toca, había un grupo de mujeres bajo el balcón del ayuntamiento a la sombra del sol de agosto. Comenzó el alboroto de los niños y todos los que estaban en la plaza miraron hacia la iglesia. Se abrió la puerta y un tropel de niños surgió de la oscuridad. Formaron un semicírculo rodeando la puerta, la última ficha del jugador sonó a madera, falló. Apareció la chica de Telleri con su bebé en brazos, y el marido, y el padrino, y la madrina. Los niños comenzaron a vocear «ˇQue el ratón se coma al niño!», los viejos sonrieron, un nuevo jugador recogió las fichas. La chica de Telleri también sonrió, avanzó rodeada por los chiquillos. «ˇOtro niño seco!», comentó un viejo, y entonces el padrino aventó un puñado de monedas, lejos. Los niños se abalanzaron a recogerlas a la batalla.

El grandullón Zugasti apareció corriendo tras el frontón, la blusa anudada, exhausto, gritando «ˇLa reina, la reina!». Algunos niños corrieron al interior de las casas. Las mujeres que estaban de charla se separaron, el jugador dejó caer las fichas, todos los padres de la plaza se apresuraron nerviosos a recoger a los niños que continuaban su pelea. La chiquillería desapareció al momento y el landó negro llegó envuelto en una nube de polvo, tirado por dos caballos blancos, blancos como la sal, con las patas envueltas en fundas de goma. Se oyeron toses, algunos se llevaron las manos a los ojos. Una vieja dijo que no era la reina. Se volvieron a calar las boinas. Los niños salieron de sus escondrijos y recomenzaron la búsqueda de monedas, parecían jugadores recogiendo fichas. Una niña encontró la última que quedaba, aplastada. Se la enseñó a su hermano desde lejos, haciendo gesto de dársela, sonriente.

Para cuando llegaron los alumnos, las mesas estaban recogidas; eran dos las figuras, a ambos lados del aula, crías del mónstruo de la semana anterior, igual a él una, más grande la otra, totalmente diferente. Los niños se miraron y se colocaron en fila sin esperar a la orden del maestro. El maestro esperó a que los niños se aburrieran de preguntarse la razón de la marmita que había en el centro. Mandó a Zugasti a por agua. Todos le miraron con envidia cuando sonriente cogió la marmita, desapareció tras la puerta y se encaminó hacia la fuente. Tras los cristales empañados por el aliento del maestro, Zugasti apenas podía con ella, la cambió seis veces de mano, venía inclinado, golpeando las piedras con el fondo del recipiente. La dejó en medio del aula con el mayor cuidado, llena hasta los bordes. Lo odiaron. «ˇArtola, a América!» llega la voz desde la silla. Artola se adelanta, se le adivina una pequeña duda, se encamina decididamente hasta el interior del nuevo trazado. Sonríe a sus compañeros, pero la risa se le heló cuando el maestro llegó a zancadas hasta él dejando caer la silla. «ˇPor mar!» ordena al atemorizado Artola, y el agua se desborda al meter el maestro el pie en la marmita, se derramó por el suelo de madera, y los niños fijaron sus ojos en aquel pozo sin renacuajos. El maestro miró también al suelo mojado, y Zugasti se rió de dientes adentro.

La verían la siguiente semana. El ayuntamiento apareció rebosante de banderas, a los que estaban en el balcón no se les veían las piernas, soplaba un viento desapacible y parecía que del edificio brotara fuego por todas las ventanas. Los instrumentos de la banda venida de San Sebastián destelleaban cegadores. Los curas llevaban vestiduras doradas. Se oyó el ruido de un motor, y la gente comenzó con el ya viene, los de la banda se colocaron los sombreros. El coche se detuvo a la puerta de la iglesia, descendió el chófer y ayudó a las dos señoras de sombrero. Las damas entraron en la iglesia. Los curas se miraron. El más viejo se movió hacia la iglesia dificultado por la carga de su capa, pero las mujeres volvieron a salir rápidamente al exterior. La más joven abrió una sombrilla para cobijar a la otra. El director hizo un gesto y aquellos instrumentos difundieron una hermosa música. El viento henchía la sombrilla, y la mujer joven la cerró. Los enlevitados que charlaban junto a la banda se acercaron a las mujeres, el cura viejo quedó atrás. Se quitaron los sombreros de copa, se inclinaron, besaron la mano que la más anciana de las mujeres les ofrecía. Uno de los enlevitados le entregó una gran llave de plata. La más anciana se la pasó a la joven.

El calvo sacó unos papeles de alguna parte. Tenía la voz fina. Los niños se quedaron trabados en el «ˇHidalga Señora!» del saludo, como si fueran palabras demasiado grandes para entrar en sus grandes orejas. A continuación el cura viejo abrió un libro y comenzó a decir latines. No se alargó, y tomando el hisopo bendijo Casas Baratas, que mostraban sendas crestas de laurel. Los niños vigilaban al chófer, frotaba el coche con una bayeta, como dándole cera.

Artola se acercó a la dama con la cabeza contra el pecho y un almohadón rojo en sus manos. La mujer cogió una de las llaves del almohadón y acercándose a los gallegos que estaban junto a los tablones preparados para la sokamuturra de la tarde, comenzó el reparto. «ˇToda la basura de Trintxerpe!» iba a vivir en Casas Baratas. Unas gallegas gritaron «ˇViva la Reina!»

La reina se iba. El maestro volvió la cabeza hacia los niños, dejó de atusarse la dura barba, les hizo un dos tres con la mano y cantaron «Uso zuria esazu». La reina se detuvo atenta junto al muchacho, y el muchacho le miró, y ha visto a su madre en la ventana de Etxetxiki gritando que vayan enseguida, que viene la reina, y él y su hermana dejan de escardar las hierbas de Barrabás y se precipitan por el campo arado, y en cuanto entran en casa aparece el carro negro de la reina por el camino de la cantera, y los caballos blancos relinchan cuando pasan junto a la casa, pero esta vez se han librado, tampoco se ha detenido, como hizo en Bordaberri, buscando niños con la excusa de ir al retrete, y ahora dicen que van a poner una placa en Bordaberri y que los de allí no tendrán que acudir nunca a filas como el hermano de Zugasti, y otras veces echan globos en el monte para que los niños se pierdan persiguiéndolos, pero los de Etxetxiki siempre están atentos, no dejan nunca solo al más pequeño, cuando los miqueletes aparecen por la mañana ya saben que va a venir y que no tienen que alejarse de la casa, no quieren que los atrapen, y la reina también le miró, y el muchacho pensó que la reina le había echado el ojo para extraerle la sangre y dársela a sus sobrinos tísicos.

La reina dió una orden con la mano y les repartió las golosinas que la señorita de compañía sacaba de un paquete. Los niños aplaudieron más fuerte que cuando el alcalde terminó su discurso. El chófer les abrió nuevamente la puerta, las dos mujeres subieron al coche, y el automóvil hizo un giro hasta dondo estaban los niños para maniobrar, brilló como los instrumentos de la banda, emitió un humeante ruido, se alejó, negro como un limaco.

 

© Koldo Izagirre
© itzulpenarena: Bego Montorio


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