I
Caminarían casi siempre junto a la acequia, los morrales de cuero al hombro, apedreando los berros suspendidos en la superficie espumosa del agua, pisoteando las colas de caballo que solía recoger el santanderino, empequeñecidos en medio del manzanar desnudo, resbalando en la yerba húmeda, callados, callados como los bueyes rojos del gallego cuesta arriba cuando los encontraban detenidos en el recodo del sendero. Se pararían rascándose la última legaña que el trapo mojado en manzanilla no había podido eliminar, mirando a los tristes ojos de largas pestañas que no miraban a ninguna parte, empapados en cortinas de agua ellos, los cuerniabiertos detenidos a la espera del boyero, en un aburrido perdonarse mutuo de siglos. Les daría suavemente unos puyazos y entonces sucedía aquella trasgresión de las leyes del habla que los niños no podían comprender; mezclando las diferentes palabras de mando que desde siempre el trabajo de tiro y de arado había puesto para cada animal en boca del hombre, el gallego diría dulcemente «¡Arre boi!» a los bueyes, y la yunta -como si fueran burros, como si fueran mulos, como si fueran yeguas- reanudaría su cansina marcha. El abuelo no lo hubiera creído, le hubiera lanzando un terrón: cuando hablaba los bueyes se torcían en el arado, «¡Vete derecho!». El gallego se retrasaría nuevamente, asfixiado, ayudando con la mano a su rodilla izquierda en la pendiente, esclavo de sus bueyes.
Una gandula y nada más, a su hermana no le gustaba ir, hasta cagaba en el maizal con tal de no ir por agua, y lo mandaban a él río arriba cuando se agotaba la de la barrica. Sabía que su hermana lo vigilaba por entre las tejas removidas del desván, y no tenía más remedio que ir hasta el manantial.
Levantó la cabeza. Un relincho en la ladera izquierda. Venía por el camino de la ermita, a galope hacia el caserío, blanco, blanco como la cal. El muchacho tomó por el atajo, escondió el cántaro en un rincón y partió tras el caballo. El jinete sostenía su sombrero verde. Las patas del animal resbalaban en la senda, las herraduras centelleaban en las piedras. Le dolía el costado.
El caballo estaba atado junto a la puerta, el perro asomaba tímidamente el hocico desde el rincón. El caballo tenía unos granos negros en las patas, como verrugas. Le puso la mano en el vientre y notó una piel tirante y cálida, como de vaca, de pelo más corto. Tenía los belfos llenos de espuma. La crín también blanca, peinada. Dentro de la casa hablaban, se acercó a la ventana. Estaba en la cocina, bigote negro, alto, colorado. Cogió los capones de la balanza por las patas atadas y se los entregó a su madre. «¡No alcanzan, son escasos!», dijo con desdén. «¡Me habéis hecho hacer el viaje en balde!». El jinete recogió las piezas de a onza de encima de la mesa, cogió la balanza. El muchacho se escondió tras el gallinero. El hombre lucía lustrosas botas hasta la rodilla. Su hermana salió con una banqueta, la colocó junto al caballo mientras el jinete ataba la balanza a la silla de cuero. Se subió a la banqueta, y de allí al caballo a horcajadas. «¡Aunque sea un par de huevos fritos!» dijo su madre, y él que no, «¡Tengo prisa!». Acarició el cuello del caballo y apretando las rodillas lo encaminó hacia el huerto arado. Cuando se alejó al galope, el perro salió y ladró. La madre se sentó en la banqueta, la hermana se acercó maliciosamente al gallinero. El muchacho volvió a por el cántaro cruzando el cañaveral. Se llevó la mano a la nariz y aspiró el penetrante olor del animal. Cayó una piedra entre las cañas.
Colgarían en los soportales las empapadas gabardinas oscuras, largas hasta los tobillos y que habrían de usar durante cuatro años, cada cual arrancaría un palito en los matorrales y luego, de pie, sentados, en cuclillas, recostados en la pared, balanceándose, con la rodilla doblada o apoyando el pie en algún saliente, en un desincronizado ejercicio de gimnasia intentando sujetar el calzado, adoptarían las posturas de las porcelanas de la sacristía para limpiarse el barro adherido a botas demasiado grandes y viejas abarcas, antes de entrar en clase. Las chicas les miraban con desprecio, ellas no dejaban huellas en las boñigas, preferían ir charlando por el camino.
El maestro se afeitaba una vez a la semana, se pasaba la mano repetidamente bajo el mentón, acariciando la dureza de su barba mientras la chiquillada contestaba Santa María Madre de Dios. Desatarían las bolsas tan pronto se sentaban, y de aquellas secretas profundidades sacarían la pizarra y el pizarrillo, y el catecismo de hojas dobladas y recomidas, sobre soles, montes y nombres formados por muescas de navaja y lamparones de tinta. También el maestro se sentaría extendiendo su enorme libro, y los ojos de los niños se dirigirían hacia las ventanas, atentos a los lentos y lejanos movimientos de los canteros albañiles carpinteros que construían Casas Baratas. Los bueyes siempre llegaban antes que el gallego, cabizbajos arrastrando la piedra en medio de los dos surcos trazados día a día por la carreta sobre la alholva. «¡Mira que tener que venir hasta aquí por semejante sueldo!», comentario de los padres recordado por los niños.
La escuela, un aburrido mirar a la lluvia.
Lo de que Don Telmo estaba mal de la cabeza andaría de boca en boca desde que los niños sacaron su caballo de la cuadra a hurtadillas. El animal no se espantó, comenzó su lento caminar con el recorrido de la víspera en el recuerdo, indiferente a los puyazos de los niños que lo querían llevar al monte. Pero los rapaces no se enojaron y fueron tras él, intrigados. Al igual que la víspera, primero se detuvo en el caserío atacado por el tifus. Dobló las patas delanteras, se arrodilló, era grande el caballo de Don Telmo, y como si no pudiera soportar el peso de su trasero, se sentó torpemente. Los chicos curioseaban tras la pila de helechos. Pasó así un rato. Le costó trabajo levantar nuevamente su grupa. Hizo el recorrido aprendido de memoria, visitando uno a uno a todos los pacientes de Don Telmo, sin errar en los detalles de la ceremonia. Se detendría junto a la puerta, se sentaría como Don Telmo solía ordenarle, esperaría a que el médico emplease su saber, un caldo, un huevo cocido y un trago de vino y, cuando consideraba que debería aproximársele eructando, se alzaría y se encaminaría hacia el siguiente caserío, balanceandose. Los rapaces se aburrieron pronto de aquel juego, pero el caballo seguía impertérrito su viaje, Don Telmo, como de costumbre, debía llegar a casa almorzado, merendado y cenado.
Desde entonces a Don Telmo se le atravesó el habla, el caballo ejecutaba de memoria todos los movimientos, no respondía a las órdenes. El médico pensó que el animal mezclaba las palabras, y así comenzó a gritar «¡En pie!» cuando quería ordenarle que avanzase, y jinete y montura desarrollaban la más perfecta desincronía. El deseo de demostrar su dominio sobre la montura le llevaba a proferir inútiles gritos. Don Telmo cabalgaba erguido, como atado a un rodrigón. Comenzaría a emplear modos ecuestres con las personas, y en cierta ocasión en que el de Etxetxiki llamó a la puerta, «¡Vivimos arrastrados pero no he venido a rastras!» respondió éste al oir su nueva orden de entrar.
Sin embargo algunos pacientes murieron y otros pocos sanaron, y en un esfuerzo por llenar las plazas vacantes, las enfermedades baldaron algunos lugareños. Pero Don Telmo no pudo alterar el circuito de su caballo, el animal sólo realizaba el recorrido que aquel día sin jinete hizo por su cuenta, lento y tozudo. Don Telmo entraría en las cocinas, preguntaría por la salud de algún fallecido, y las gentes le responderían «¡Mejor, mejor!» con temerosa piedad, mientras sacaban una servilleta limpia. Y aún algunos, «¡Ahora mejor!».
El abuelo de Etxetxiki era el único paciente de cuando la montura era dominada. Estaba desahuciado, hacía tiempo que Don Telmo había traído firmado el certificado de defunción. Al menos en aquella casa subiría hasta la habitación del enfermo a conversar con la cabeza pelada que asomaba de entre las sábanas blancas. El muchacho se montaba en el caballo y lo azuzaba con una vara, pero el animal permanecería firmemente sentado a la espera de su dueño, con sus sanguinolentos ojos mirando hacia la puerta. Como de costumbre, Don Telmo repetiría cuatro veces «¡Muy bien!», se remangaría la chaqueta mostrando los puños de la camisa roídos por la polilla, sacaría la pipa del bolsillo y, encendiéndola con una sola cerilla, se la ofreció, «¡Tu serías capaz de fumar incluso ahora!», captando un «¡Sí!» agotado, acercó la pipa a aquellos labios que parecían la piel de una manzana mustia. El abuelo no se movió más que un saco de pienso, no tenía fuerza en los brazos, cerró los ojos, aspiró una larga bocanada, y empleó una nuez del tamaño de un ojo de caballo para tragar el humo.
Cuando alzó la mirada vió ante sí el rostro de Don Telmo, aquella nariz que respiraba por miles de poros, acercándosele. Entonces la madre gritó desde la casa, Don Telmo se irguió y también el muchacho vió a su madre en la ventana, agitando un papel en la mano. Don Telmo tiró de su cadena de plata, no podía abrirlo con los dedos, sacó la navaja, se le cayó, lo abrió con los dientes, y mirando la hora volvió a entrar en la casa. El chico se apeó del caballo.
Al anochecer, cuando Artola había dado ya las tres campanadas que anunciaban la muerte de un hombre, cuando el cura se había ido ya de la casa, el muchacho había besado al abuelo y los parientes comenzaban a llegar, un caballo blanco llevaba a un hombre barbudo Etxetxiki arriba. Eran Don Telmo y el caballo de Don Telmo, blanco como la barba de Don Telmo.
© Koldo Izagirre