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Con la carta firmada «John Huxley» en una mano y la colilla de un chester en la otra, Onofre recuerda los sucesos de hace seis meses. No quiere quitarse el cigarrillo de la boca y eso le obliga a leer con el ojo izquierdo entrecerrado. Empieza a toser y Anita le increpa inmediatamente «Te vas a ahogar siempre con esos asquerosos cigarrillos en la boca». La carta lo tranquiliza pues hace seis meses, cuando aquel carabinero apareció muerto el mismo día en que huyó Juan, todas las sospechas cayeron sobre su amigo y anduvo en boca de todos. Las miradas atravesadas de los civiles, su intranquilidad interior, las explicaciones que tuvo que darle a Anita lo obligaron a pedir nuevamente el embarque. Soñaba, cuando estaba en casa, que de madrugada llamaban a la puerta y eran los guardiaciviles en su busca.
-Es acusado usted de asesinato.
Sin embargo él no era el asesino. Ahora, recién llegado al pueblo, la carta lo esperaba en casa. Está leyendo ahora lo que llegó mientras estaba en el mar. La carta lo hubiera tranquilizado si su mujer se la hubiera enviado. En el sobre hay una fotografía y Jon dice que ha vuelto a su trabajo de maestro de escuela y que ahí se le puede ver con todos sus alumnos. En la carta da las gracias, en inglés, al alcalde, al jefe de la Falange y al cabo de la Guardia Civil. En esta última cita Onofre cree adivinar la clave de la carta. Hace adios a Anita, sin quitarse el cigarrillo de los labios, y ésta le dice «¿Vas a salir en mangas de camisa?» Con la chaqueta puesta se dirige directamente al cuartelillo, sintiendo que ha entendido lo que Juan quería señalarle sin expresarlo con palabras. Va contento pensando que la carta y la fotografía serán un ungüento milagroso para los civiles, cuando al pasar al otro lado de la Calle del Medio un coche le toca el claxon. «Ultimamente estamos modernizándonos» se le ocurre al darse cuenta de quién va dentro. Es Luis con su Haiga nuevo.
Dejando de lado la verdad oficial, siente súbitamente la necesidad de explicársela a sí mismo. Entra en el Ikaztegieta. Igual que aquella mañana después de discutir con Anita. «Una jarra» pide. Juan puso el pie en el suelo del túnel y dejó partir el tren. Silencio, empezó a andar y oyó otros pasos sobre los suyos. Sabía quién le venía siguiendo. El maldito bigotes. Sacó el brazo derecho del abrigo, se quitó la escopeta del hombro y volvió a meter el brazo en el cálido refugio. Un metro más adelante hay un tragaluz cuadrado en el techo del túnel y recorre ese tramo a la carrera. Por un instante su perseguidor puede verlo. Luego se quedó quieto esperando a que el otro pasara bajo el tragaluz.
Onofre pide otra jarrita de vino blanco después de enceder otro chester. Quiere imaginarse la escena. Juan allí, dentro del túnel, oculto por las sombras, examinando la escopeta y colocándola un poco más a la izquierda, a la altura del corazón. Algo más allá, una respiración jadeante y rumores de pasos, torpes y pesados, entre piedras y hierros. El perseguidor lleva botas, pesado calzado, y también una carga fatigosa. La claridad que se filtra por el tragaluz forma reflejos plateados en las zonas más gastadas de los raíles. En los rincones crece el musgo, devorando la escasa luz y bebiendo el trémulo goteo de las filtraciones. El brazo de Juan en cambio sostiene el arma sin temblar. El perseguidor aparece bajo el tragaluz. Es el guardacivil, el de bigotes.
Juan disparó, pum. El de bigote cayó muerto, allí, en medio del cuadrado formado por el rayo de sol que resbalaba desde el tragaluz. Onofre cree ver el tricornio. El charol reluce. «¿Cuánto es, Lucía?,» pregunta al levantarse Onofre, que al no saber si en el tiempo que ha pasado fuera los precios han subido, no es ya ni siquiera parroquiano habitual. «Cinco reales». Deja la moneda sobre la mesa. A toda prisa cogió el cadáver y debió colocarlo encima de las vías. Lo haría con cuidado para que el tren le aplastara el pecho, pues era allí donde tenía el agujero de bala, como mostraban las quemaduras del abrigo. Y se marchó, hacia el embarcadero. Y él, idiota de él, ni siquiera se dió cuenta.
Al parecer nadie más reparó en ello. Onofre entra en el cuartel y muestra la fotografía y la carta, escrita en inglés. «Yo venía...,» nervioso. «¡Pase!» El cabo está detrás de una basta mesa, arrogante. Empieza a hablar de la carta. Traduce directamente del inglés al castellano y cuando dice «agradecer la acogida recibida en el pueblo» subraya las palabras, «Gracias por el trato recibido,» luego Onofre dice con decisión que está claro que John es un maestro inglés y que eso prueba su inocencia.
El cabo se ríe a carcajadas. «Qué cosas tienen,» semejante idea, que el de bigote, Epifanio Gómez para más datos, solía ocuparse por su cuenta del contrabando para hacer méritos, registrando el túnel y así, y que aquel desgraciado día se cayó a la vía del tren y allí se quedó, sin conocimiento, y que el maquinista vió a Epifanio, pero sin tiempo de frenar. Dos pedazos, en dos, justo a la altura del corazón. El cabo le ofrece un aperitivo. «Y dígame» empieza, qué novedades hay por esos mares, y que cómo es, no ha hecho sino llegar y el primer día tiene que aparecer por el cuartel, que Inglaterra siempre ha sido enemiga acérrima de España pero que, vaya, algun que otro inglés también tiene su corazoncito.
-O sea que, maestro el tal Jon... ¿cómo?
-Huxley, Huxley.
Le acepta el aperitivo para borrar los últimos rastros de duda. Y así, cuando sale del cuartelillo, Onofre está un poco achispado. Antes de ir a casa hace otra parada en el Ikaztegieta. «De todas formas vas a encontrar a Anita enfadada y esto te da otra alegría.» Onofre no tiene claro qué hacía el tal Epifanio Gómez en el túnel y cualquier juez podría considerarlo también a él cómplice. Se dirige inquieto a casa.
Ve al cartero, Heráclio, ante el buzón de su casa. Se le acerca excusándose, que hace unos días llegó un paquetito y que no se lo ha llevado por el peso. Parece que también viene de Inglaterra. No le cree lo del peso, ni pensarlo. «¡Semejante falangista!», rumia para sí, y al sacar uno para él le ofrece un chester.
Se vale del fuego del mechero para romper el nudo lacrado de la cuerda que rodea el paquete. «Vaya por Dios hombre ¿no puedes esperar a abrir el paquete como es debido?» Anita le reprende por todo, pero el deseo de saber qué hay dentro deja al hombre sin ganas de contestar. Retira los papeles, más numerosos que las capas de una cebolla, cegado por el humo del chester. Heráclio, como si nada, sigue allí husmeando. El paquete está bien envuelto. Ni Heráclio ni nadie ha podido ver lo que hay dentro. «¡Cabrón de falangista!,» vuelve a pensar Onofre. ¿Cómo decirle sin embargo que se vaya? Onofre padece una terrible paranoia desde la muerte del guardiacivil. Ha estado a punto de ir al médico, y si no lo ha hecho aún es por el miedo que le produce tener que contar la verdad.
- Vaya -se le escapa al ver lo que hay dentro-. Un libro.
El título está en inglés, 'Point counter point'. También se ve el nombre del autor, Aldous Huxley.
-¿El inglés ese, John, también era Huxley, no Onofre?
Dice que sí y tiene que reprimir el deseo de preguntarle cómo lo ha sabido. Ya sabe que los guardaciviles suelen estar siempre en la oficina de correos, sin salir de allí. El cartero se aleja dando las últimas chupadas al chester. En buen momento. Anita le trae otro papelito.
-¿Huxley? Se me había olvidado decírtelo. Después de que te fueras apareció este papel debajo del colchón.
Deja el libro de lado y empieza a leer el papelito que Anita ha encontrado. Sólo le da tiempo de ver la firma. Juan. Anita tiene la comida preparada y además empieza a decirle que no fume y que otra vez trate mejor a Heráclio, la retahíla de siempre. Lo que no le perdona ni aún sabiendo que es el primer día que pasa en tierra, lo que siempre subyace en sus reprimendas, es que tenga amigos como Juan. Su mero recuerdo inquieta a la mujer como si tuviera azogue en el cuerpo. Tiene que dejar la lectura de aquellas cuatro letras, la carta es breve, para después de la comida.
Finalmente empieza a leerla mientras el bochorno exterior traspasa las cortinas e intenta colarse hasta la sala, con un chester en la boca, el coñac en la mano izquierda y el papel en la otra. El escrito empieza preguntando si recuerda a Pedro Corto. ¡No se va a acordar! El que desapareció en la guerra, como muchos otros, sin que nadie tuviera noticias de él. ¿Acaso no estaban los tres en el mismo barco cuando el silbido de las balas se propagó por casi toda la península? Cuando comenzó la guerra tuvieron grandes desavenencias. Pedro que había que tomar parte, Onofre que no, que la vida de cada uno estaba por encima de todo lo demás, que a él le daba lo mismo ser español, vasco o inglés. Corto se enfurecía. Juan siempre tenía una postura más moderada, quizá para no enfadarse con sus amigos. A medida que ha ido pasando el tiempo Onofre ha comprendido la postura de Corto, y le parece que era más correcta que la suya, en último término más satisfactoria. Pues ahora, atado por las cadenas del matrimonio, sin hijos, sin un lugar a dónde ir, ni ganas para ello, vive como fuera del pueblo, pues todos los de allí, salvo él, dejaron algo en aquella maldita y al mismo tiempo afortunada guerra. «Mierda.»
Lo que dice en las siguientes líneas, Onofre lo sabe de memoria. Que Corto entró en la guerra, dejándolos a ellos en Valencia. «Yo me voy a matar fascistas.» Cuántos fascistas matarían el pequeño cuerpo de Pedro Corto, sus cortas piernas, sus brazos gordezuelos, antes de hacerse uno con la tierra, entonces Onofre no tenía muchas esperanzas respecto a su amigo. Ahora recuerda sus últimas palabras. «Perdonad mis errores y acordaos de mí cuando esté en el frente.» No pasó una semana antes de que Juan decidiera tomar el mismo camino y también se fue, sin acabar las prácticas. Él regresó a Inglaterra. Y preguntándose por qué no le hablaría ni una sóla vez de Pedro Corto cuando hace seis meses pasó quince días en su casa, se responde a sí mismo «Porque tenía miedo de ti Onofre», sin poder seguir adelante, como adivinando lo que viene después.
Pero continúa leyendo. Que Pedro Corto murió en el penal de Ocaña, a la intemperie. Su amigo se fue al otro mundo trabajando y hambriento, sin médico, con los pulmones destrozados. Onofre se sirve otra copa de coñac de la botella. «Conseguí una foto de la cárcel de Ocaña, aunque nunca creerías cómo lo hice.» Onofre creería cualquier cosa viniéndo de Juan. Que finalizada la guerra su amigo se escondió en los montes de Asturias, para seguir en armas con el maquis, y entonces Onofre ve en las imágenes de su fantasía el tupido bosque asturiano, con una neblina parecida a la que ahora le trae el alcohol, suave y verde, y el propio Juan en el maquis, bajando a las llanadas en busca de comida y viviendo en los altos y en las chabolas de los pastores o en las cuevas, protegido en invierno por las nieves, huyendo siempre en verano, topándose a veces con una patrulla y entonces tiros, muertos o heridos, o detenidos, Ley de Bandidaje y Terrorismo, y el fusilamiento. Los verdugos ha trabajado duro en los últimos quince años. Y un día, súbitamente, «¡Alto!», responde a tiros a la orden, un guardiacivil muerto y el otro que huye, perdiendo el culo. En el bolsillo interno de la chaqueta del cabrón muerto la documentación, un poco de dinero, el tabaco y unas fotos. En una de ellas, él y otros cinco civiles en el penal de Ocaña, orgullosos, con un grupo de presos en medio. Como si se tratara de cazadores con la presa en el centro, los miserables de ellos. ¡Y entre los presos Corto! Y que Juan guardó la foto, llevándola siempre con él junto al corazón, pues algo le decía que algún día le llegaría la hora de saciar su sed de venganza.
«Uno de los civiles de la foto era aquel de bigote que vimos en el pueblo,» le dice. Así pues, a Onofre sólo le falta un último detalle. Llega en las siguientes líneas. Lo citó, como se cita al toro en una corrida. Así que aquella última madrugada que pasó en su casa lo puso todo en peligro, Onofre no sabe cómo. La carta de Juan no lo aclara. Lo último que dice es que pronto vivirá el momento más feliz de su vida, unos minutos después de escribir la carta, cuando dispare al centro del corazón a aquel maldito, y que no se preocupe, que parecerá un accidente, pues conoce las costumbres del tal Gómez de arriba abajo, y que está seguro de que al leer la nota se lo perdonará todo.
El bochorno ha cedido un poco. Las cortinas recogen las sombras del atardecer. En la botella la superficie de la bebida queda lejos, casi en el fondo. «¡Juan, Juan, tú sí que tienes cojones!» La admiración y la rabia se unen en una misma pasta. Los ojos de Onofre se deslizan hacia el libro que tiene a su lado. Enciende la luz, ¡tac!, 'Point counter point'. Contrapunto. «Que carajo, Juan». Empieza a leer. En la cocina se oyen los ruidos de cacharrería de Anita al preparar la cena. «No cenes» se dice a sí mismo el hombre. Y no cena.
© Edorta Jimenez