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Durante los quince días que John el Inglés ha pasado en el pueblo un doloroso rayo de duda ha enturbia la felicidad de Onofre, impidiendo que ésta sea total. La huida, cómo llevarla a cabo, la pregunta lo aguijonea cada vez que mira al puerto. Y si bien ha sido la llegada de Genaro lo que ha hecho más apremiante la partida, él mismo ha proporcionado la solución al problema. El yate de Genaro, además de ser la mejor embarcación del pueblo, es un viejo amigo de Onofre. En las excursiones veraniegas, aquellas alegres excursiones de antaño, tuvo ocasión de conocer bien el «Askada»; una ballena en cuanto a firmeza, un tiburón en rapidez y navegabilidad. Así que propone a Juan «este barco» para huir.

«Tú también vendrás conmigo, porque si no, ya me dirás cómo carajo me voy a arreglar». Es cierto. Pero el amigo no está dispuesto a ir hasta San Juan de Luz o Guetary ni por todo el oro del mundo. «Yo estaré esperándote con el barco en el embarcadero que hay pasado el túnel de la otra vez, tú haz de nuevo como si te fueras en tren; luego me quedaré cinco minutos contigo en el barco, lo justo para enseñarte el manejo de la maquinaria y el timón; y de ahí en adelante te las arreglarás tú solo.»

La víspera de la huida la pasan los dos en vela, Onofre dando a Juan unas nociones elementales sobre navegación, y éste último muerto de miedo. Por la mañana, al salir de casa, son dos sombras inquietas. Mientras Juan se encamina a la estación Onofre dirige sus pasos al puerto. Con las botas altas de goma, el chubasquero, la remanga y el cesto, parece alguien que va a por quisquillas, y así se lo dice a los escasos pescadores que ve, «sí, a por quisquillas». Felizmente el día se anuncia bueno. A lo lejos el horizonte empieza a enrojecerse.

Con el mismo abrigo que vestía el día en que apareció en el pueblo y un gran bulto en el hombro, Juan marcha cabizbajo hacia la estación. Los tres o cuatro trabajadores de la estación, presos de guerra, y el guardiacivil que los vigila oyen a lo lejos el humeante pitido del tren. Juan ve cómo el otro guardiacivil avanza por la vía. En el andén hay otra media docena de hombres, todos mirándolo a él. «No te asustes, esos están todos medio dormidos y ni se darán cuenta». El tren se detiene entre bocanadas de vapor y él elige el vagón en que nadie ha montado, el primero, el que recibe de lleno los humos de la máquina. «Gú bái» le dicen a lo lejos los trabajadores presos, con la sonrisa resbalándoles en los labios. El maquinista no sabe nada esta vez y tendrá que decirselo él. «Reduce en el túnel de ahí delante y no mires hacia atrás, cagüen diez, porque si no, te frío,» así ha tenido que decírselo al pobre Martín.

Onofre se embarca en el bote, bajo la mirada de algunos pescadores madrugadores. Siempre lo han tomado por loco, y una vez más comentarán «¡está mal de la chaveta!, tantos años en el cochino mar; icluso ha llegado a naufragar!.» «Lo de siempre». Empieza a preparar el bote, rezongando en su interior, pitando una y otra vez el cigarrillo. Cuando sale del puerto la niebla no ha levantado aún. Menos mal que Genaro tiene su precioso yate en la cala, de lo contrario todo el mundo sabría quién se lo ha llevado. En la cala no se ve a nadie, en eso al menos tienen la suerte de su lado. Cuando está subiendo del bote al yate oye la larga sirena del tren atravesando la mañana. «¡Ya llega y yo todavía aquí!» Se odia realmente por hablar solo como los viejos. Gracias a que el hermoso «Askada» no le falla. Responde a la primera, suavemente, casi sin hacer ruido. «Ya es pena tener que llevar esta embarcación hasta el otro lado, cagüen judas, sí por cierto, cagüen judas.» Dirige el Askada hacia el embarcadero.

La locomotora, a la que llaman la Isabelita, entra en el túnel. Luego Martín frena, suavemente. Juan le ha avisado una última vez.

-No se te ocurra mirar hacia atrás si en algo aprecias tu vida.

El largo gusano casi se detiene en el mismo lugar de la otra vez. Las luces frontales de la Isabelita iluminan los raíles. ¡Eupa! Juan salta al suelo. Martín hace gritar de alegría a la Isabelita; aumenta la presión del vapor, suelta el freno y acciona la sirena, al momento el túnel se llena de humo. Así, aunque quiera, no podrá ver al maldito tipo de la escopeta, aunque sospecha quién es. ¡A él que le importa! «¡Esta si que es buena Martín, la mejor de tu vida, un tipo con escopeta y todo!». Juan se queda quieto, oculto entre la humareda, hasta que ve alejarse la cola del largo gusano. Después llega de golpe el silencio, resbalando por las paredes, arrastrándose por el suelo, flotando en el aire, silencio en todo el túnel. Fuera, la huella del día se posa en la tierra haciendo desaparecer el rocío de los campos. Juan echa a andar. Le parece oír otros pasos, como intentando pisar encima del rumor de los suyos. Se para y también se detienen los del otro. «Ono» llama, y el túnel «no-o-o-o-o-o» multiplica en ecos la llamada.

Onofre sin embargo está en el embarcadero, oculto entre la neblina que el amanecer quiere rasgar y no puede. Oye una y otra vez el pitido del tren, y el avanzar de la Isabelita que se hace más renqueante en las curvas le hace pensar que su amigo está allí. Lo que no acaba de comprender es un terrible estruendo. Provenía de la zona del túnel, pesado, y luego ha desaparecido, como buscando la cola de la Isabelita, ha desaparecido dejándole en las narices un rastro de pólvora. Hasta pasado un momento Onofre no sabrá cuál es el origen de la detonación.

Juan, que aparece a la carrera, le ordena sudoroso que ponga en marcha el motor del Askada, sin decir ni una palabra del estallido. A pesar de que huele a pólvora Onofre no le pregunta nada. Bastante tiene con enseñarle cuanto antes los rudimentos del motor y dejar así libre el camino para marcharse.

Enseñarle el manejo del Askada le lleva a Onofre más tiempo del que había pensado. Para cuando salta del yate al Maskoltxu, el bote que ha traído a remolque, el sol ha dejado ya la ladera de los montes. Al abrazarse Onofre mira por última vez hacia el abrigo. La cabeza le hace ¡tac! como si le llegara la paz. Echa la llave al pañol de las penas.

-No te olvides, escribe.... En inglés, cagüen diez.

-A mi cuenta -le responde. Luego, con voz de loco, saluda por última vez desde el Askada a su amigo en la barca.

-Guuu bai, guuu.

Onofre necesita aparentar que está cogiendo quisquillas y se dirige hacia donde están construyendo el nuevo tramo de la vía férrea, en busca de coartada. Las quisquillas acuden en abundancia a su remanga, como si las manos de un espíritu del más allá empujaran hacia allí a los animalillos. Le saludan desde tierra. «¿Y el inglés?» El tributo que hay que pagar por el saludo en el pueblo es siempre la información. «Se ha ido esta mañana a Bilbao y al mediodía partirá otra vez para Inglaterra». «Santa paz para ti». Responde que sí, más contento que unas castañuelas. «¡Sí!»

«Vuelves a casa a tiempo de almorzar, Onofre,» se dice a sí mismo mientras amarra la barca, haciendo como que no ve a los curiosos que le miran desde lo alto. Calle arriba más contento que nunca, el hecho de traer colgado del brazo un cesto lleno de quisquillas le infunde el ánimo que hace tiempo no tenía, para saludar a unos y a otros. «¿El almuerzo? ¡Estas mismas quisquillas cocidas con un poco de vino blanco, y a correr!» Pero el vino se le avinagra antes de lo que pensaba. Al entrar en casa encuentra allí a Anita, recién llegada de Bilbao.

El hombre hace ademán de abrazar a su esposa nada más verla, los sucesos de los últimos días lo han dejado sediento del calor de un abrazo, necesita que otro aliento seque sus huesos, mojados hasta la médula por la niebla matutina, le escuece la carne en las muñecas. Por todo eso y porque en la mirada de Anita refulgen brasas como luceros, y las ropas recién compradas en Bilbao que lleva puestas le moldean el cuerpo con más destreza que las manos del más hábil escultor de la Grecia clásica.

-¿Qué es este desastre?

El mundo se le viene abajo a Onofre. Los ojos de Anita son aún más hermosos encendidos en la hoguera de la rabia. «Tranquila, ya te lo contaré todo». El hombre no tiene ya ni ganas de quedarse a almorzar. Anita ha empezado a ordenar y recoger la casa casi sin quitarse la ropa nueva. De repente el hombre posa sus manos en el hombro de ella, por detrás. La mujer siente una sacudida eléctrica en la base de su corriente sanguínea. Los labios de Onofre humedecen la perfecta piel del hombro de Anita.

-Venga, tonto, vete a la calle hasta que arregle esto.

El hombre interpreta las palabras como una promesa, más aún, como el juramento de una diosa. Retomando la vieja costumbre olvidada, con las manos en los bolsillos y en los labios lo que quieren ser ecos del gorjeo de los gorriones, se dirige al bar Ikaztegieta. «¡Almorzaremos allí, que carajo!»

En el Ikaztegieta encuentra a la parroquia más alterada que un gallinero. «Que sí hombre» oye decir, «el civil, el de bigote, el de pinta de lobo, muerto, seco.» Se sienta y Lucía, como hace tiempo no hacía, le sirve una jarra. A ella le pregunta con voz ahogada. «¿Cuándo?» «Esta mañana». Sus ojos siguen detenidos en los ojos verdes de Lucía, esperando más detalles. «Lo han encontrado en la vía.» Inmediatamente acude a la memoria de Onofre el eco del estallido. Vuelve a sentir en su nariz el olor que llevaba consigo el sonido, el de la pólvora, y en lo más profundo de su interior se hace la luz. Ha tenido que ser Juan el que ha matado al guardiacivil, no hay duda. Un sudor frío empapa a Onofre. Se marcha sin acabar la jarra, a casa.

«Ese cabrón, hijoputa de Juan, no se le ocurre otra cosa que cargarse al carabinero, encima el mismo que siempre nos miraba con mala cara; y menos mal, porque los otros no sospecharán nada; el muerto era el peligroso, tú tranquilo. Y a Anita ni palabra.»

Sin embargo, ni siquiera tiene ocasión de hablar con Anita, pues al llegar a casa la encuentra hablando con una visita. La pareja de civiles.

-Buenos días, señor Onofre... -siempre le hablan con el mismo respeto, como no hizo la guerra piensan que es de su bando, pues todos los demás en aquel pueblo son o presos o nacionalistas, quitando a los tres o cuatro 'formales' de siempre. Y así se entera el señor Onofre de lo que ha sucedido, y de que además no han venido porque sospechen de él, sino para saber dónde está el otro, el inglés. Onofre les responde tranquilamente que se ha marchado esa mañana, que se han levantado juntos y que Anita se ha ocupado de todo y le ha preparado un desayuno a la inglesa, con huevos, tocino, café negro y alubias rojas. «Judías de mañana,» replican los guardiaciviles, y Anita hace también que sí con la barbilla, con el fregado aún sin terminar por testigo, y que, una vez levantado, en lugar de acompañar a su amigo a la estación ha preferido ir a por quisquillas, pues las despedidas siempre suelen ser penosas. «¿Todavía no han aprendido a comerlas?», que si aún no han aprendido a comerlas, y que si quieren que se lleven luego unas cuantas.

-¿Tiene usté testigos? -Que tiene todos los testigos que haga falta. En el puerto y en la vía del ferrocarril. Los civiles han estado todo el tiempo erguidos, dando golpecitos en las culatas de los fusiles con la mano del lado en el que las llevan colgadas. Viéndolos así Onofre recuerda nuevamente el estruendo. Los pobres no saben la verdad. «Caído a la vía» le dicen, y que a ver si le ha empujado alguien. «John Huxley fue al tren; ¿un vinito?» Que no, que ellos no beben, y se van, con los fusiles rígidos y el brazo de ese lado soportando el fusil por la culata para ayudar con la mano a aligerar el peso. De repente una jugarreta de niño travieso se abre paso en la mente de Onofre. Sale a la carrera a las escaleras. Ve a la pareja casi en la calle.

-Ah, señores -les dice en castellano, y ellos vuelven la cabeza y miran hacia arriba, con los ojos casi en blanco-. El que sí bebía era el muerto, ¿no?

Está seguro de haber acertado el tiro al decir que el muerto era bebedor.

-¡Oiga! -la protesta no tiene fuerza. Onofre les da las gracias por aceptar tan fácilmente su inocencia. No bien acaba de pensar «ahora las quisquillas y luego...» ve los ojos de Anita. «Mierda, y luego nada.» Onofre sabe que ha cerrado la puerta de la calle y ha abierto la de la discusión. Pone las quisquillas a cocer en agua. «Aunque almuerce más tarde, estas quisquillas no se van a echar a perder.» Ha conocido días peores.

© Edorta Jimenez
© itzulpenarena: Bego Montorio


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