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Dos años ha pasado Onofre lejos del pueblo, surcando los mares, y de regreso trae consigo el frío del ancho mundo. Este invierno de 1952 es el más crudo en mucho tiempo. El cielo se desploma en una nevada lenta e ininterrupida. La suave mano blanca se ha extendido hasta la playa y la isla. Las gaviotas más viejas buscan cobijo en las calles del pueblo y las más jóvenes no saben sino esconderse tras su cola. Incluso la amistad que le unía con Luis se le ha congelado a Onofre. Siente que el frío le atraviesa la carne, un frío cortante, acerado. Anita se ha ido de casa con una torpe excusa. «La abuela está enferma y me necesitan en Bilbao». Ni ella misma se lo cree, mentira.
Onofre no ha tenido valor para decirle «quédate» o algo parecido, ni para confesarle «mira, el deseo me consume, vámonos a la cama». Hace tiempo que no hay nada de eso entre ellos. Por eso está ahora Onofre solo en la cama, solitario, midiendo su propio cuerpo, llamando al sueño y oyendo como respuesta el silbido del viento que sopla con fuerza en el exterior.
Llaman a la puerta y Onofre se levanta refunfuñando, «quién coño será a estas horas, en esta noche negra como la boca de un lobo». Antes de llegar a la puerta vuelven a llamar, con una insistencia que le hace sospechar. Se detiene por un momento, aguzando el oído, con todos los sentidos alerta, como si antes de abrir la puerta necesitara una señal. «Ahí fuera sólo hay una persona, Onofre» se dice a sí mismo y retira el cerrojo de la puerta.
Justo un pequeño resquicio y el viento le hiela los pies. Mira hacia abajo. Lo ve todo como si el bosque hubiera entrado en la casa. Los copos de nieve que se deshacen en el suelo y el aliento helado que le golpea la frente le crean la ilusión de una visita del otro mundo. El visitante sólo dice ¡Onofre! con una voz que surge desde los pulmones, y el aludido oye al principio ecos de algo lejano. Solamente ecos. Los ecos se abren camino en su recuerdo. ¡Carajo, carajo, qué carajo! ¡Juan! dice Onofre alborozado, estrechando entre sus brazos al visitante. El viento golpea la puerta como si quisiera arrancarla de sus goznes e invita al viejo amigo a pasar dentro.
-Todos te creíamos muerto, muerto en la guerra -le dice mientras enciende la luz y le indica que se siente en el sofá.
-¿Una copa? -pregunta, con la botella ya en las manos.
-¡Faltaría más! -responde Juan, mientras se quita el pesado abrigo antes de sentarse. Onofre se asusta. Su amigo lleva colgada del hombro una enorme escopeta.
-No me he muerto, Onofre. Estoy metido en el maquis y por eso he venido a tu casa, necesito ayuda.
El maquis. Con sólo oír la palabra aparecen en su piel las dunas del desierto. Miedo. Onofre no es un gallina, pero si a algún ave se parece no es al gallo. Acude a su mente aquel fusilamiento después de que el submarino inglés hundiera en Somorrostro un barco alemán. No es un recuerdo agradable. Juan por el contrario irradia tranquilidad, es algo que comienza en sus cejas. Sí, en sus cejas, que son un bosque tupido, otoñal. Es el efecto del color que suele tener el sol al reflejarse en la nieve. Diez años más viejo, nadie que lo hubiera conocido entonces reconocería ahora a Juan, ni siquiera por la voz. En su garganta quedan rastros de metralla.
-¿Y qué quieres que haga yo? -las entrañas calientes por el licor, Onofre empieza a hablar.
-Quiero quedarme en tu casa hasta que encuentre una embarcación y pueda irme a Francia.
-¿Y cómo demonios quieres quedarte aquí, cagüen diez?, si te reconocen los civiles me llevarán a mí también.
Callado y con las piernas extendidas, el maquis se hunde más profundamente en el cálido regazo del sofá.
-No sé Onofre, tú siempre has tenido buena cabeza, ya se te ocurrirá algo.
Y así sucede.
Juan se queda en el mullido nido que Onofre ha calentado en la cama, mientras éste sale a la calle. Jurando y jadeante, camina a buen paso al cruzar la calle del Medio de soportal en soportal. El trece. Da un golpecito a la aldaba. Onofre sabe que Martín, el maquinista del tren, tiene el sueño ligero. Le debe un favor y viene a pedirle otro a cambio. Es fácil de cumplir. Así se lo dice al hombre que aparece en la puerta quitándose las legañas. «Martín, hoy por la mañana, cuando pases de vuelta por la curva del Cojo pon la máquina al ralentí; esperas diez segundos y la pones otra vez a velocidad normal.» «Vale, así lo haré, ¿pero a qué vienen estas historias a estas horas?» «Tú hazlo, ¿de acuerdo?, ¡y no digas nada!»
Onofre entra en casa diciendo «Menudo frío» y tratando de calentarse las manos con el aliento. Se sienta en el sofa y se sumerge en los ronquidos de su amigo, con la mirada perdida, revolviendo en el caldero de su interior. De repente se fija en el fusil. Lo coge con cuidado entre las manos y lo esconde bajo el colchón, a la altura de los pies. Juan suelta un largo ronquido al sentir el movimiento del colchón. Nada más. Onofre se queda mirándolo, de pie. Hasta que siente próxima la llegada del alba. Entonces despierta a Juan.
-Ponte este traje -le dice. Su amigo cumple la orden en silencio.
-Nos vamos.
-¿A dónde?
-Tú al tren.
-¿Al tren?
-Sí. ¿Cómo leches vas a llegar a nuestra casa si no es en tren?
-¿Y el fusil?
-Guardado bajo del colchón, vámonos, rápido.
Juan no replica. Onofre recorre por segunda vez el camino de la Calle del Medio. Juan siente en el hombro la ausencia de la escopeta, indeciso.
Tras recorrer medio kilómetro carretera arriba, los dos amigos se alejan hacia las huertas. Allí empiezan a descender.
-Cuidado, no te ensucies el traje, no sería normal que llegaras de Inglaterra y trajeras barro en el trasero.
-¿De Inglaterra?
-De allí mismo.
Poco después entran en el túnel del tren. Allí, escondidos en un entrante de la pared irregular abierto a pico, Onofre explica su plan al maquis.
-Tú vienes de Inglaterra en tren, a visitarme, porque estudiamos juntos allí, ¿has oído? Bajarás despreocupadamente del tren y allí estaré yo, esperándote; te hablaré en inglés delante de todo el mundo, y tú me responderás las cuatro cosas que sabes, hello, good morning y eso. -El pitido del tren hace callar a Onofre. La humeante culebra entra enseguida en el túnel. En los hierros repiquetea el sonido de miles de torpes patas, traca-traca-trac.
-No tengo equipaje, ¿cómo coño van a creerse que vengo de Inglaterra?
-Este mismo tren, a la vuelta, dentro de una media hora, pondrá la máquina al ralentí. Entonces súbete al último vagón. Lo de la maleta ya lo arreglaré yo. -Onofre se marcha.
El arreglo ha sido fácil. Aparece en la estación a la hora del primer tren de la mañana, vistiéndo su abrigo más elegante. «Oye Tomás, en el tren viene un amigo mío, de Inglaterra; las maletas llegarán mañana o así, estate al tanto por favor.» «A mi cuenta, Onorfe.» El maletero cojo de la estación, como muchos vascos, no sabe pronunciar «fre». En la estación se oye un largo pitido. Después, una oscura columna de humo, nubes de vapor, el chirriar de los frenos, y el tren se detiene. Al fondo, tembloroso, Juan asoma la cabeza. A esas horas no hay carabineros. Él no lo sabe. Y el miedo es libre.
Juan y Onofre se deshacen en un abrazo repitiendo una y otra vez hello, hello, ante la extrañada mirada de los escasos madrugadores que pueblan la estación. «Ya sabes eh, Tomás, ¡atento al equipaje de éste! Come on, John». Acaba de rebautizar a su amigo.
El nombre suena igual que en euskara y los cotillas no tienen ninguna dificultad para propagar por todo el pueblo la llegada del visitante. Más aún, para cuando Onofre lo lleva al Casino al mediodía, todo el pueblo sabe de él.
-¿Éste es tu amigo el americano, Onorfe? -el camarero irrita a Onofre. Menos mal que el vermut que le trae enseguida aplaca su enfado.
-Bonito pueblo -le dice Juan mirando hacia afuera.
-¿Tú estás mál de la cabeza o qué? Eres inglés, ¿has entendido? ¡Inglés; díselo al camarero, carajo!
-I'm not american, english -le dice Juan al camarero cuando éste les sirve los vermuts a la mesa. Enarcando las cejas pregunta a Onofre «¿qué dice?» El capitán mercante no responde. Hasta que la pareja de guardiaciviles no aparece en el Casino para el aperitivo habitual, Onofre no da ninguna explicación. «Navegó conmigo antes de la guerra, en las prácticas; es de Liverpool.» Los guardiaciviles piden traducción simultánea. «Ingeles es,» les dice el camarero. «¿Que es inglés?»
Los guardiaciviles dicen que no es por nada, pero que por si acaso les gustaría ver los papeles del recién llegado, y Onofre, con buenas maneras, que en Inglaterra nadie lleva consigo la documentación en un pueblo como aquel, pero que bueno, que la tiene en casa, y que si no les importa, por la tarde estarán allí echando la partida y que se acerquen, que entonces les enseñará el pasaporte de su amigo. Juan está maravillado. Onofre sí que tiene facilidad de palabra. Los civiles se marchan tras decir «Ustedes perdonen» y un ridículo «gú bái». Al otro lado de la ventana se ven unos corpulentos árboles que el viento comba, enderezándose una y otra vez. Más allá el mar inmenso.
-No se cómo coño vas a irte con este temporal -dice tranquilamente Onofre, y Juan se enfurece.
-Tú si que tienes huevos, ¿has dicho pasaporte? -entre dientes- ¿Y de dónde vamos a sacar un pasaporte inglés?
-Tú tranquilo, hombre. Y Onofre empieza a hablar sin parar en inglés. Juan le sigue, no le queda otro remedio. El amigo dice de vez en cuando alguna palabra y el resto del tiempo Onofre continúa con su monólogo; los parroquianos del Casino están todos boquiabiertos.
Almuerzan en casa, la comida la han encargado en el Casino. «No todos los días llega tu mejor amigo de Inglaterra, que leches, un día es un día y el 31 de diciembre San Silvestre» le ha dicho al camarero al encargar la comida.
-¿Te molesta el bigote? -pregunta Juan alzando las cejas, cortando en el aire el recorrido de la cucharada de sopa de pescado.
-Come tranquilo, tengo que enseñarte una cosa. -Onofre se levanta de la mesa y se aleja hacia su dormitorio. Vuelve enseguida con un cuadernillo en la mano derecha, levantando el brazo para que lo vea-. Tu pasaporte, John Huxley, soltero de cuarenta y dos años y residente en el 15 de Queen Road de Liverpool. -Deja el cuadernillo verduzco sobre la mesa con la satisfacción del vencedor.
Los siguientes días son para Onofre los más felices de su vida. Se prodiga por doquier acompañado de su amigo, al que en el pueblo llaman ya John el Inglés. Incluso a los guardiaciviles los saludan calurosamente desde el día en que aparecieron por la tarde en el Casino para ver el pasaporte. A decir verdad miraban con recelo a Juan, dudando si realmente sería el mismo de la foto, pero vaya, han pasado diez años desde que le hicieron el maldito papel y claro, no va a estar exactamente igual, y los civiles que vale, que él, Onofre, es una persona de fiar, y los dejaron en paz. Aún así Juan, en su interior, no está tranquilo. Uno de los civiles le miró con malos ojos. Y cada vez que le dicen «gú bái», percibe un tono de burla en el saludo. Onofre por el contrario se ve desbordado por tanta felicidad, siempre con Juan a su vera, de un lado para otro, no para de dar explicaciones en inglés. Hasta que el maquis tuvo que marcharse. Volvió de navegar Genaro, que sabe hablar inglés de verdad, y estuvo a punto de dar al traste con todo el montaje.
«Señor Genaro» le dice el camarero del Casino, «usted siempre quejándose de que no tiene con quién hablar en inglés, ¿no es cierto?, pues ahí tiene a un inglés, John, el que está con Onorfe». Genaro se dirige directamente a su mesa. «Vámonos» le dice entre dientes a su amigo y se van. Dejan a Genaro con dos palmos de narices, mascullando unas palabras en inglés. Y ahí acaba la felicidad de Onofre. Nadie sabrá que en sus conversaciones en inglés, en aquellas largas e interminables parrafadas, en el Casino como en la calle, Onofre decía perrerías de todo aquel que se les acercara o pasara por su lado, en inglés. Así se ha tomado la venganza de su vida, lentamente, sin perdonar a nadie, durante los quince días que John el Inglés ha pasado en el pueblo. Y siempre que Juan, con su inglés chapurreado, le ha preguntado qué decía, ha respondido con la felicidad infantil del nuevo vencedor que ha pasado su vida hundido, «Cosas mías, John, cosas mías».
© Edorta Jimenez