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Nos acostumbran desde pequeños a marcharnos de casa y valoran mucho esa partida. Primero, a la ciudad más cercana, para ir a la escuela o al catecismo; luego, la secundaria en Baiona; y por último, la universidad en Pau, Burdeos o Toulouse. Y como hay tanto paro, nadie pone ningún reparo a establecerse lejos, una vez conseguido el diploma. A decir verdad, al clasificar a nuestro pueblo como «zone de depart», queda todo perfectamente organizado y, además, el sistema funciona bastante bien. Separan a los niños de sus madres desde la más tierna edad, a las esposas de sus maridos, a los hermanos de sus hermanas, en una palabra, la carne de la tierra.
A todos les parece normal esta situación. La única forma de vida aquí es el turismo, por lo menos hay dos meses asegurados a tope a lo largo del año, dos meses limpiando los deshechos humanos, las cacas de perro, las manchas de esperma que salpican las blancas sábanas de los veraneantes que durante dos meses vienen desde fuera a los lujosos hoteles de la costa, a cambio de unos raquíticos sueldos que ni la propia miseria aceptaría. Si un vasco del norte que ha emigrado pone en cuestión la organización centralista, aunque sólo sea de palabra, justo un poco, escucha siempre la misma cantinela:
-y de qué os quejáis, somos nosotros los que os damos de comer,
y entonces, en lugar de decir que la mayor parte del dinero que generan los turistas vuelve a la capital, uno se calla, apretando los dientes, por no empezar a dar explicaciones que los demás no entenderían.
Las provincias, en sí, no tienen vida propia. Es el gigantesco París, que se cree un faro de la cultura mundial por haber hecho una pequeña revolución, con muchos muertos y heridos, y haber mantenido, de guerra en guerra, los surcos llenos de sangre fresca, quien da aliento a unas provincias convertidas en meros parásitos. En el fondo, los burgueses hicieron la revolución, la impulsaron, para aplastar a las provincias, para conseguir su definitiva rendición, porque necesitaban brazos fuertes y desenraizados para las monstruosas fábricas que iban a construir. En el fondo, la imagen de las provincias que ofrecen las televisiones nacionales es fundamentalmente la de un territorio propicio para que los investigadores estudien anacrónicos modelos tradicionales de oscuros crímenes, ridículas anécdotas, obsoletos reductos de la mentalidad colectiva, un espacio para el paternalismo político-social.
Según leí en un conocido diario (no, no era «Herriz-Herri»), es precisamente ese bionomio, parasitismo-paternalismo, el que caracteriza los regímenes duros surgidos en Africa central tras la descolonización. Y en opinión de muchos, ese mismo modelo podría aplicarse aquí, para analizar la situación de estos últimos doscientos años. Al parecer, nadie se da cuenta de ello: los notables convencionales tienen asegurado su poder -cómo no, de padre a hijo- hasta la muerte; también los notables marginales producidos por el nacionalismo, algunos tras haber llevado a cabo luchas mucho más duras, consiguen su parcelita de poder: cuando se manifiestan no les echan encima la policía y, si son hábiles, pueden conseguir aquí o allá un puesto de responsabilidad; y el resto, de una u otra forma, piratea sin vergüenza el dinero público. Todos están contentos, excepto, curiosamente, los que están en la cárcel y esa grey de lumpeneuskaldunes producidos por las diferentes cracias, con los vascos accidentales al frente. Y los 'profesionales' venidos de París con un buen sueldo, ellos que -żen su mayoría?- no han tenido la suerte, el tiempo, la oportunidad de aprender euskara, les dicen, en las revistas, que tienen que salvar ese puto idioma.
Posiblemente, esta grave situación se repetirá miles de veces en otras provincias de Francia que también tienen un problema lingüístico, o quizás incluso aunque no exista. En todos los sitios hay un pueblo mantenido en un no man's land político-económico, que sólo despierta para votar, aculturizado, perdido, y que, como hizo Abrahaman con su único hijo ante un Dios cruel, ofrece sus vástagos en holocausto a un hambriento París. A expensas de esto crecen y, por supuesto, se enriquecen los notables, los notables oficiales y los notables marginales.
Esos burros provincianos tienen sol durante todo el año. Y el acento. Desgraciadamente. Pero el gobierno ha decidido privatizar próximamente incluso el sol, para que disfrute de él únicamente la gente inteligente de l'Ile de France. Será la segunda revolución francesa.
Entre tanto, cuando los jóvenes hablen de revolución, en eventuales casas ocupadas de Ussel, bebiendo cerveza barata, todos los desgraciados de las provincias ganaremos el camino hacia el cielo de los malditos: mikhail, mikhail, ayúdanos...
Camino del cielo de los malditos.
En Ussel y en Baiona.
© Itxaro Borda