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Fue una vez que estaba en un bar de la rue d'espagne, en Baiona, esperando a un amigo, bebiendo un café tras otro, aburrida como una ostra. Pensaba que hay mucha gente que no tiene ningún respeto por el tiempo ajeno, aunque conmigo era normal, pues soy una persona sin importancia. Tenía ante mí un periódico, pero ni siquiera lo ojée, quizás porque me echaba atrás el que estuviera casi todo escrito en español.
Ahora, con estos terribles calores que abrasan el pueblo, recuerdo con gran dulzura aquellas horas. La suave llovizna mojaba las piedras de la muralla vieja de Baiona. Veía pasar ante el bar, de la mano, parejas felices, morenos de ultravioleta, que iban a hacer las compras del sábado por la tarde. Odiaba a esos ricos a crédito, miembros de un proletariado reconvertido en clase media; pero, con un poco de compasión, me decía:
-bueno, también ellos son hijos de dios...
Mi amigo llegó con hora y media de retraso, cuando yo andaba ya por el cuarto café y a punto de marcharme a casa, con un paquete de revistas bajo el brazo. Empezó a disculparse. El aburrimiento impedía el paso a las quejas, así que le respondí:
-da lo mismo... pide dos cañas... estoy de vacaciones, así que tengo tiempo...
Mi amigo se fue a la barra a buscar líquido fresco con el que calmar nuestra inmensa sed. Pagó él, así que me quedé tranquila. Yo seguía mirando al exterior, observando, como en sueños, la llovizna. Me gustaba ese humilde caer de la lluvia sobre las calles, los edificios, los tejados y los oscuros rincones del alma. Empezaba a estar contenta cuando sentí pasar un coche blanco-tricolor que hacía tiempo no veía. Dentro había tres hombres, vestidos de azul oscuro, con caras de cerdo y masticando chicle como si fueran vacas rumiando. Detuvieron el coche en la esquina de la calle y bajaron los tres, unos agarrando las porras, otros agarrándose el paquete.
Al volver a la mesa con las cervezas, mi amigo, admirando la forma de andar de los maderos, dijo al de pocos minutos:
-esos... esos sí que son hombres...
-y que lo digas... tienen todo lo que hay que tener...
-en eso no hay quien les gane...
Ninguno esbozó una sonrisa. Los seguimos largo tiempo con la mirada, dejando de lado los importantes asuntos que teníamos que discutir. Yo marcaba el ritmo de la llovizna demasiado fina en el asfalto de la calle, y me parecía que la lluvia guiaba mi respiración. Cada vez me gustaba más la lluvia.
Con los vasos ya vacíos, seguíamos mirando al exterior, cada cual perdido en sus pensamientos. Nos dimos cuenta de que los tres mastodontes corrían tras los pasos de un joven barbudo. Al final, imaginamos que habrían detenido a aquel tipo indefenso haciendo un gran esprint hacia la calle Lagreou, y lo traían esposado al automóvil que estaba aparcado. Tras abrir la puerta del coche, lo arrojaron violentamente al interior:
-no nos dejan en paz...
-derechito a Intxaurrondo...
-Madrid comprará dos mirage más...
-que quieres, la C.E.E...
La lluvia caía aún más suavemente, como si allí donde los maderos habían atropellado una vez más los derechos humanos, quisiera fijar en la piedra, como testimonio para el futuro, las vergonzantes huellas de una forma de barbarie.
© Itxaro Borda