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Era un hermoso mes de junio. Quizá demasiado hermoso, pues se empezaba ya a pedir agua. Los pantanos tan generosamente financiados por los tecnócratas del Consejo General se estaban agotando. Y, sin embargo, se había invertido mucho dinero en unos proyectos que, supuestamente, iban a salvar a la región de la sequía. Durante las heladas de marzo se pudieron ver gigantescos bulldozer perforando las entrañas de la tierra, mastodónticos camiones acarreando sólidas piedras desde las canteras. Todos creían en el progreso. A la hora de votar los créditos, los orondos notables proclamaban:
-nunca os faltará agua...
-ya pero... ¿y la cultura vasca?
-eso qué más da... lo que nos mantiene vivos es la cultura del maíz...
-está bien,
repetían como respuesta los educados agricultores obligados a actuar con total parasitismo. La mayoría de la gente de las ciudades, pobres miserables desertores ellos mismos del arado, despreciaban la pasividad de los campesinos:
-ya les ayudan...
-¿quién?
-los del gobierno... fíjate, les dan unas becas fabulosas para que sus hijos estudien, gusanos arrogantes...
-pues hay bien pocos hijos de campesinos en la universidad...
-Graaacias a Dios.
Hacia mitad de junio sin embargo, mal presagio, las fuentes estaban secas. El miedo se instaló en los estómagos.
Cuando aparecieron los primeros signos de inquietud, las muestras de miedo se disfrazaban con bromas:
-no tenemos agua casi ni para echarle al 'ricard'...
-¡qué quieres... así es la vida!
-menos mal que tenemos vino para aliviar nuestros males...
Y lléname ese vaso... decían entre ellos, esperando a que lloviera. A menudo se llevaban las manos hasta la boina y se pasaban los dedos por el pelo, como si una agitada familia de piojos hubiera ocupado sus cabezas, haciendo más profundas las heridas de las quemaduras del sol.
Por las tardes, después de las noticias sobre la situación del anticiclón, los notables repetían siempre la misma cantinela en las emisoras de radio y televisión regionales:
-no hay que preocuparse... si en las elecciones europeas votan ustedes por nosotros habrá agua, agua, agua...
Los campesinos humildes, sobre todo, tenían necesariamente que depositar su confianza en los ricos diputados, confianza mantenida por el sistema a base de millones, para que aquellos burros siguieran produciendo, como hasta ahora, en cantidad y barato. ¿No era acaso la agricultura, «l'or vert» de Francia? Un funcionario de correos del distrito XIII de París no iba a aceptar pagar 20 francos por un filete para la cena si podía obtenerlo por 5, aunque de esta forma no compensara el trabajo del encorvado campesino. ¿Y la justicia social?
El maíz, todavía en pleno verdor, comenzaba a amarillear
por las raíces. Un sol de justicia iba quemando dulcemente, una a una, las hojas. En la punta de las débiles raíces crecían ampollas de carbón. El pesado bochorno del mediodía hacía doblar las espaldas, trababa las lenguas, alteraba los nervios:
-¿quién va a pagar mis créditos?
-si por lo menos cayera un chaparrón...
La enfermedad de la sequía. En el pueblo vecino, eran ya cuatro los ancianos que repentinamente, súbitamente, habían dejado el mundo. Ya no se podría establecer el vínculo entre la sequía y las próximas lluvias. Y estaba claro que con la sequía faltaría el dinero:
-pues en Txaloteia han perdido la vaca lechera...
-bah, ése siempre está quejándose...
-también es trabajador...
-tú qué crees... era ex-combatiente... parece que había hecho tres guerras, al servicio de Francia... había estado preso... seguro que tenía una buena pensión...
-yo no he tenido suerte... me han reformado...
-es terrible...
Extrañas noticias se difundieron por las plazas del distrito. El orgulloso patrón de un caserío de Martxuta perdió los nervios por efecto del calor y, un domingo, desmontó con un destornillador su tractor Renault de tracción en las cuatro ruedas y lanzó, con rabia, todas las piezas al río Biduze. No había elección en ese peligroso territorio que separa la muerte de la locura.
Insólitas aves rasgaban la quietud del cielo. Volaban sin mover las alas, como si quisieran arrojar sobre los pueblos la mala suerte. Los niños las señalaban con el dedo:
-¡mira, mamá!
-¡qué pájaro más bonito!
-calla... que estoy viendo laruletalafortuna...
Y con dos bofetadas el niño se iba a la puerta y se quedaba mirando a las gigantescas aves blanquinegras, mientras dibujaba en el suelo de polvo calcinado impacientes gotas de una anhelada llovizna.
Los desórdenes de las hormonas que controlan la memoria acarrearon graves consecuencias, especialmente en lo relativo a la información. Se estaba propagando por los alrededores un tipo concreto de envidia. Por ejemplo, cuando se supo que en el Sahel habían caído dos milímetros cúbicos de agua y que con esto las sedentarizadas familias de tuaregs asegurarían su producción anual de alimentos:
-siempre llueve donde no hace falta...
-nuestro pobre maíz.
O también, en la misma línea, cuando la televisión nacional, además de mostrar los problemas circulatorios del periférico parisino y perderse en loas a la obra Ophelie del dramaturgo Felice, mostró las imágenes de las graves inundaciones de Texas, con casas destruídas y ráfagas de viento de doscientos kilómetros por hora, se escucharon comentarios envidiosos:
-desde luego esos americanos...
-esos sí que son hombres.
El pueblo llano se domina exacerbando sus deseos.
© Itxaro Borda