Petite bohême

El poeta pidió otra cerveza añadiendo cuando puedas. Cogió delicadamente una servilleta, se quitó las gotas de espuma de la barba y estrujando el bocadillo con las puntas de los dedos de la izquierda le alargó los dientes. Dientes bien igualados. Achinó los ojos. Este puto escabeche, dijo, arrojando al suelo la servilleta mientras masticaba aquella pasta, enfadado.

La taberna estaba llena de gente. Una chica de pantalones cortos jugaba en la máquina, soltaba una carcajada cada vez que eliminaba un extraterrestre. A intervalos se oían las notas del xilófono que tocaba un vagabundo cheposo. La Internacional. El poeta levantó el puño. Triste obrero, cantó, añadiendo ¡Aresti putamierda!. Un camarero bajó la persiana, comenzó a recoger las banderillas. «Zizka-mizkak», podía leerse como cabecera del listado de banderillas en la pizarra de la pares. Comenzaron a barrer el serrín lleno de palillos, servilletas y restos de comida. El cheposo iba de grupo en grupo enseñando un salero vacío, el poeta le echó una de cinco duros. Le había quedado un resto de serrín en el zapato izquierdo. Tras él tenía a una chica, yo nací en Ohio y ahora estoy aprendiendo euskara en un caserío de Bedaio, comentó a los moscones que la rodeaban. El poeta giró la cabeza. Culo caído, pensó. Los hombres miraban atentamente a la joven. Hello, is that Rosemary? This is Walter, dijo el poeta. Hello Walter, how are you? le respondió. Yes, please, dijo el poeta. ¿Has estado en Ohio? le preguntó la americana, mostrando al sonreír unos dientes más grandes que los del poeta. El poeta se apoderó de la segunda cerveza arrojando despectivamente la mitad del bocadillo sobre el suelo recién limpiado. El atún se deshizo sobre la baldosa roja. Lo apartó con el pie. Cogió una servilleta y se limpió la mancha de aceite del zapato levantando el pie, sin agacharse. Yo tengo un tío en América, comentó uno de los moscones. Pedazo de asno, le dijo el poeta, asno más que asno, gritó. Todos los parroquianos se volvieron. ¿Vamos a un bar? dijo una de las chicas que estaban con el poeta, la del vestido azul. Demasiado pequeños esos ojos, pensó el poeta. Queridas niñas, amadme antes de que me aburra, e hizo una castañeta con los dedos de la mano izquierda, guiñando un ojo. ¿Amar? pensaría encantada la del vestido azul. ¿Aburrir? dijo ceñuda la amiga de la del vestido azul. Ceñidos pantalones verdes.

El poeta pagó también lo de la americana, salió por el portal con las dos chicas. Le cogían de cada brazo. El poeta guardaba las manos en los bolsillos de su chaqueta sport. Pues yo hace tiempo que dejé ese deporte, dijo la de los ceñidos pantalones verdes. Yo ya desisto, dijo la del vestido azul. Deambularon por la parte vieja de la ciudad, cantidad de gente joven. Leyeron un comunicado de la asociación de vecinos pegado en una cristalera. Llamaban caciques y dictadores al alcalde y su partido PNV. Un borracho les pidió un duro. Entraron en una taberna, antigua carbonería. Había unos horripilantes lienzos colgados en las paredes. Se encontraba allí el autor, viejo traje y chapela. El poeta se acercó a un pequeño lienzo, achinó los ojos. Sacó las gafas del bolsillo interior de su chaqueta sport y se las llevó a los ojos con gran cuidado, son calárselas en las orejas. Se le aproximó el pintor, pero el poeta vino hacia la barra, atento al qué quieres de las chicas. Champán, la bebida de los suicidas, dijo. También estaba allí la americana, en una mesa, con dos de aquellos moscones. Lucía un nuclear no gracias en el jersey. El poeta pidió tabaco rubio. Se fijó en el champán, hizo un comentario sobre el color. Qué moreno estás, le dijo la de los ceñidos pantalones verdes. Ahora está mejor con el pelo corto, dijo la del vestido azul, dando un codazo a la de los pantalones verdes ceñidos. El pintor estaba devolviendo la peseta en la chapela, que sostenía en sus manos. Puro arte, dijo el poeta.

Si queréis yo tengo unas botellas de Armagnac en casa, dijo por segunda vez la de los verdes ceñidos pantalones en el preciso momento en que el poeta se topaba con su sexto admirador. Las chicas siguieron adelante hasta la esquina de la calle. El poeta vino doblando unos folios y guardándoselos en el bolsillo interior de su chaqueta sport. Bueno qué, algo más alegre, les dijo el poeta al llegar. Cojamos el auto, dijo una de las chicas. Entraron en el parking subterráneo, pasaron media hora buscando el auto. Tiene que estar aquí, comentaba emperrada la de los ceñidos pantalones verdes. Ahí está, dijo por fin, tenéis que ver una cosa, y abriendo el maletero de un auto blanco sacó un lienzo. Hecho ayer mismo, mientras lo llevaba a la luz. Está en Usurbil, explicó, el caserío es maravilloso, aunque está medio derruido, Entraron en el auto, el poeta y la del vestido azul atrás. Se dirigieron a un barrio extremo de la ciudad. No penséis que lo llevo para enseñar eh, dijo la chófer. Los de atrás no respondieron. Y más tarde al poeta, para ver el mío no has sacado las gafas ¿eh?

Delante de la boîte había una larga fila de autos, tocando la bocina. Los de un Coupé descapotable estaban hablando con un futbolista del equipo de la ciudad, cortando el paso. La chófer conocía bien a los futbolistas. Bajó la ventanilla y gritó suplente, alcornoque, pataputa! El futbolista giró la cabeza. Se acercó tranquilamente, sonriente. Tenía una cadena de oro al cuello. ¿Es que no se puede hablar con un amigo? le dijo con una voz suavísima. La chófer hizo el gesto de las tijeras con los dedos y arrancó haciendo chirriar las ruedas.

El poeta era conocido y entraron gratis. La sala de fiestas estaba hasta los topes. La del vestido azul pidió la bebida de los suicidas. Hizo una mueca de desprecio a la marca que le trajeron. Si queréis yo tengo Armagnac en casa tenía que haber dicho la de los verdes ceñidos. Con esta luz roja estás más guapo, dijo la del azul vestido. Yo fui guapo, exclamó el poeta, faut-il qui m'en souvienne... Abrió el champán, la espuma se sobró. Bailaría a gusto, dijo la vestida de azul. El poeta dejó la copa en la barra, se agachó extendiendo los brazos por detrás de la chica y la levantó en el aire. La chica dio un grito loco y derramó el champán de la copa que tenía en la mano. El poeta la llevó en brazos al dancing. Yo no me pierdo esto, dijo la de los ceñidos pantalones verdes, y fue tras ellos. Volvieron al poco rato los tres. La de los ceñidos hizo un desilusionado alzar de hombros. Demasiada gente, dijo la del vestido. Lo mío es el tango, hizo saber el poeta llenando las copas de nuevo. La gramola tocó una trikitixa. Apagaron las luces. La gente comenzó a salir. Subieron a la calle. La noche es demasiado corta para un poeta, dijo el poeta blandiendo la botella de champán medio vacía. ¡Yo no quisiera que la noche se hiciese día, oh cuán triste este declinar!, declamó el poeta, Lizardi putamierda. Iban por el paseo junto a la playa. Ni futbolista ni nada, ése no sabe más que dar patadas, dijo la de los ceñidos pantalones verdes. Les adelantó una chica pequeñita, adiós, dijo. El poeta sacó las gafas del bolsillo interior de su chaqueta sport, se las caló, adiós, adiós, dijo. Ay, no sabes qué tranquilidad me das, dijo la del vestido azul. El poeta enarcó las cejas. Ahora ya sé que cuando no me saludas por la calles es porque no me ves, explicó la chica, estaba ya casi resignada. A mí los ojos verdes me gustan cantidad, dijo la de los pantalones verdes. El poeta bajó las escalerillas de la playa. Había sacado los folios que aquellos seis admiradores le habían ido dando, los leía en voz baja y apretando los dientes cogía con la derecha los papeles que tenía en la izquierda y diciendo putamierda! los hacía una pelota y los iba arrojando a pedradas. Las chicas le seguían. El poeta se quitó los zapatos con gran cuidado, los cogió en la mano, se dirigió al agua. La americana apareció con el que tenía un tío en América, saco de dormir al hombro. El poeta iba adentrándose en el agua, la marea le llegaba hasta las rodillas. Las chicas se alarmaron. El mar cubría al poeta hasta la cintura. Tiene que estar tibia, comentó nerviosa la de los ceñidos verdes pantalones. Vamos a bañarnos, ordenó la del vestido azul. ¿Bañarnos de noche?, yo no tengo bañador, y además, ¿cómo vamos a secarnos luego?, la de los verdes ceñidos. El mar cubría al poeta hasta el cuello. Las chicas se asustaron. El mar está nublado hasta la barra de Baiona... ¡Euskadi putamierda! cantaba a grandes voces. Yo creo que pueden detenernos, dijo la de los pantalones verdes ceñidos. Oh, si yo me bañase ahora haría la locura más grande que he hecho en mi vida, le respondió su amiga. El baño bajo-estrellas es imprescindible antes de hacer el amor, gritó el poeta desde el mar. Extendieron un par de sillas y dejaron sobre ellas los pantalones, el vestido, la camisa. Muslos delgados, hubiera pensado el poeta. Se alejaron corriendo al agua, blancos en la noche slips y sujetadores. Dieron un grito, y se zambulleron de cabeza bajo las olas. Pronto no se vio más que tres pequeñas cabezas. La americana estaba tumbada junto a un montón de sillas plegadas, con el sobrino del americano. Había un grupo de jóvenes más allá, alrededor de una fogata. Alguien tocaba una guitarra. Perros velocísimos atravesaban la playa de punta a punta. Las chicas llegaron con el pelo pegado a la cabeza, empapadas. El poeta venía más torpe, sus ropas convertidas en mojada piel, manando mar. Nos ha vaciado el champán, dijo en un grito una de las chicas. ¡Asqueroso suicida! dijo la voz de la otra chica. ¡Al agua! dijo el poeta. ¡Al agua! repitieron los tres al unísono, y seis mojadas zarpas me agarraron. ¡Putamierda! pude decir, y desde el mar, hermoso y osado comencé a recitar al mundo aquel poema que acababa de terminar al estilo de Pessoa.

© Koldo Izagirre


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