Epopeyas
Estoy metido en el agua hasta las rodillas. Siento los pies como anestesiados y fríos cuchillos que se clavan en la zona de la piel que la superficie del agua salpica. Es invierno. Pero aun así tenemos que sacar del fondo la pesada amarra de una embarcación.
«Cuidado», dice mi socio desde el barco, «ahí es más profundo». No sé si es más profundo. Bajo los pies siento algo que no es arena. Meto la mano en el agua para averiguar qué es. No es una roca. Es algo blando. Sumerjo la cabeza e intento sacar un trozo. Cuando lo consigo, se lo enseño a mi socio.
«Un madero» dice. «Ahí abajo debe haber un viejo gabarrón». La madera está completamente ennegrecida. Como comida por polillas submarinas, con pequeños agujeros en los que hay arena negra. Eso quiere decir que debe llevar muchos años ahí abajo. Mi socio quiere acabar cuanto antes el trabajo. Parece que el trozo de madera no le preocupa. Pero a mí no me engaña, sé que le importa.
Me sumerjo una y otra vez, no se cuántas, buscando la dichosa amarra. Está bien enterrada en la arena. «No se puede» le digo a mi socio. «Pues déjalo», dice él, «ya volveremos mañana». Salgo del agua y nos sentamos bajo las vías del tren. No hay en todo el año otra época que sepa regalarnos mediodías como los de Noviembre. Sobre el mar, el cielo es de un color plomizo claro, amarillas las copas de los árboles en el valle, y el azul de la superficie del agua parece provenir de otro mundo.
«Eso es una gabarra que se hundió hace mucho tiempo», dice mi socio mientras nos secamos los pies y nos calzamos. «Solía ir y venir a Gernika, subía con la marea alta y volvía cuando bajaba; entonces sí que tenía que ser hermosa esta ría, llena de gabarras y vapores. ¿No queréis epopeyas, vosotros los escritores? Pues aquí tenéis una buena».
«Las epopeyas se inventan. Es imposible reconstruir la historia exactamente tal como fue. ¿Con qué contamos para ello? Como mucho, algunas fotografías, un par de cosas que hemos oído por ahí, no siempre ciertas, y nuestra imaginación». Escuchamos el largo pitido del tren. Por encima de nosotros se agitan las encinas y los abedules. El tren llega haciendo vibrar el suelo. «Ahí tienes una hermosa epopeya, la del ferrocarril». Y así es, realmente, pues en contra de lo que yo mismo he dicho antes, partiendo sólo de algunas fotografías aisladas y con ayuda de lo que he escuchado, he llegado a reconstruirla en mi mente.
«¡Antonio!» Las calles de Gernika están rebosantes de gente este octubre del segundo año de la victoria. Antonio no sabe quién ha gritado su nombre. «Antonio», se oye de nuevo. «¡Justicia!» exclama Antonio. Al oír esa palabra los guardiaciviles le dirigen un gesto amenazador. Antonio y el otro se funden en un abrazo. «¿Se llama usté Juticia?». «Sí», que así es. «Se dice sí señor, ¿me oye?» Que a los guardiaciviles se les trata de señor. «Nosotros perdimos dos veces la guerra» solía decirnos Antonio, «primero en el frente, y luego tuvimos aquí la segunda guerra, la de ser castellanoparlantes, y también ésa la perdimos; igual que los que hablaban euskara, que también perdieron las mismas guerras». De pequeño, cuando escuchaba esas palabras de Antonio, no entendía su amargo significado. Incluso ahora, a duras penas lo consigo.
Aquel anochecer de octubre, tras la larga y dura jornada de trabajo, los dos amigos tendrían muchas cosas que contarse. ¿Cuántos años habían pasado? «Pues, tres en la cárcel; luego en reconstrucciones no sé... ¿cuántos? ¿Cuatro? ¿Cinco? Ahora, así, de repente, no puedo sacar la cuenta», dice Antonio. «A mí me detuvieron en Valencia, los últimos días», habla Justicia. «Me hicieron teniente», dice Antonio. «¡Vaya! ¿Y por qué?». «Por cumplir las órdenes con las ametralladoras enfrente atacando nuestras posiciones; decían que al suelo, y yo me pegaba a la tierra, hasta que se hacía el silencio, y luego, bum, bum, bum, al ataque, así llegué a teniente».
Recuerdo especialmente una fotografía. Es de antes de que tendieran la vía férrea de ahí arriba. Hay una ensenada que se adentra casi hasta el monte, la zona está completamente cubierta de bosque y la última estación después de Gernika es la de Pedernales. En la fotografía se ve el tranvía. Va tirado por caballos y también se pueden ver los raíles de hierro. La vía tenía que llegar hasta Bermeo, pero como resultaba muy costoso seguir adelante, abandonaron allí las obras. Y así quedó hasta que los presos se pusieron al trabajo.
«Antonio, que nos vamos, dicen que nos llevan a la vía del tren». Antonio y Justicia hablaban siempre en castellano, resistiendo en su última trinchera. «¿Y dónde vamos a vivir?». «En barracones, junto a la vía». «¡Mierda!». Mierda, sí, pensaba Antonio. No sabía cuándo iba a poder volver a ver a la criada de la casa en que estaba de patrona. Hasta entonces no se habían hablado. No hacía falta. No había ninguna prisa. Antonio estaba preso y la chica era una sirvienta, se conformaban con las mudas miradas que cruzaban.
Pasaron las navidades antes de que instalaran los primeros barracones. En comparación con lo que tendrían que hacer más tarde, durante los siguientes años, el trabajo les pareció fácil. Llenar de tierra la ensenada, desbrozar el bosque a lo largo de la larga línea por la que discurriría la vía, preparar las vigas, aquello no era nada comparado con tener que trabajar con dinamita.
La dinamita fue necesaria en la colina que hay apenas un kilómetro más allá de la estación de Pedernales. Justamente en la misma zona en que nosotros estamos intentando sacar la amarra del fondo. Con sólo oír la palabra dinamita a Justicia le hervía la sangre. Igual que a Antonio. Dinamita, en las letras de sus himnos libertarios del pasado, dinamita, un grito más sonoro que las demas palabras. ¡Dinamita! Empezaron a excavar el primer túnel.
No hay ni una sola fotografía en la que aparezcan los presos de la línea férrea. Sin embargo, el día de la inauguración, les obligaron a ir a todos, vestidos con traje, a dar la bienvenida al Caudillo.
Ya antes habían empezado a llevar ropa de calle. Excavaron el primer túnel, y el segundo, y el tercero. Para cuando empezaron con el cuarto, Justicia y Antonio estaban de patrona en la fonda principal del pueblo más cercano. Es difícil hacer la cuenta de cuántos inviernos fueron. «Pasé dos años con la dinamita» solía decirnos Antonio. Justicia y él eran maestros en el uso de la dinamita. Justicia -su nombre nos obliga a hablar de él con respeto-, era el más hábil, y no sólo con la dinamita, sino en todo lo relativo a las máquinas. Si se estropeaba la máquina de limonada de la fonda en que estaban de patrona, él la repararía en un santiamén. Fueran los que fueran los inviernos, llegó el verano, uno en especial, aquél en que se atrevieron a bailar en las fiestas del pueblo.
«Antonio, olvídate de la de Gernika», le repite una y otra vez Justicia. Son las doce del mediodía. Están todos en la plaza del pueblo, después de la misa mayor, dispuestos a bailar el aurresku. Justicia y Antonio no tienen nada que hacer ahí, pero están las muchachas, como esperando. De hecho, están esperando. Empieza el aurresku y una tras otra van saliendo al centro, cogen el pañuelo y se unen a la rueda. Y los ojos de Justicia quedan encadenados para siempre en el momento justoen que aquella muchacha se inclina para el saludo e inicia un nuevo aurresku.
Por la noche, verbena. Maldijeron a la vieja de la fonda que les quitaba lo poco que les daban en el tren a cambio de la cama y que, además, les pagaba tan poco por llenar las botellas de gaseosa; aquella noche habían decidido que ya nunca más serían presos, sino dos personas, «dónde está nuestra dignidad, Antonio; además, esa chica, dios, la de esta mañana, me la comería». La banda empezó a tocar pasodobles. «Es nuestro turno, Justicia, esta mañana nos hemos quedado sin bailar pero ahora van a ver lo que son dos andaluces. ¿O no?»
Pasaron largo rato llevando sus manos de cintura en cintura. A pesar de hablar castellano. Las chicas del pueblo querían dejar claro que hablaban mejor en español que en euskara. Además, nadie del pueblo bailaba el pasodoble como ellos. Ni el tango.
«¿Cómo tienes el nombre?». Justicia no entiende bien la pregunta. Pasa un tiempo sintiendo en sus manos la cintura de la muchacha de esa mañana antes de responder, «Justicia». También Antonio es un maestro en el tango. A pesar de que la chica que tiene entre los brazos es algo más alta que él, la lleva fácilmente hacia donde quiere. «¿Y no habéis aprendido nada de vasco?» Que es difícil, a ver dónde viven, que llenan botellas de gaseosa, que eran anarquistas, y entonces: «¡Jesús!», Rosario en brazos de Justicia, «¡Jesús!», Andone en brazos de Antonio. El largo verano se les hizo corto, aunque durante la semana tuvieran que aspirar el humo de la dinamita en los túneles.
Llegó el indulto. Para los dos. Estarían ya en uno de los últimos túneles. «El indulto», dijo Antonio mostrando el papel, e inmediatamente, la pregunta de la joven. «¿Te vas a ir?» «¡No!».
Los ojos de Antonio se perdían en las profundidades de las pupilas de Andone. Irremediablemente. Cuando los miraba de lejos, lo que más resaltaba era el azul que rodeaba sus pupilas. Al acercarse, resbalaba por el azul y se precipitaba en las simas. Sus ojos.
También Justicia había perdido los ojos y los sentidos. «Que tiene fama», que Andone le ha dicho que tiene mala fama. La respuesta del anarquista convencido, enamorado hasta el fondo de su corazón: «las categorías de la sociedad burguesa no son las nuestras».
Justicia hablaba muy bien español. Y también en las obras del tren se convirtió en líder de los oprimidos. Poco a poco, con un tacto especial, sin una palabra más alta que otra, él disponía y los demás cumplían, eso era lo que ocurría. Los guardiaciviles le tenían miedo. Justicia reflejaba claramente a qué bando asistía la justicia en aquella guerra. Así que hizo oídos sordos a las palabras de Antonio. Estaba enamorado de Rosario, sabía quién era la chica, y punto.
De viga en viga, de hierro en hierro, la senda para la serpiente metálica iba avanzando. Llegó maquinaria nueva. Justicia se hizo cargo de ella. «Es peligroso», y él «Quita ya», Antonio y Justicia ya sólo hablaban en el trabajo. Una firme y sólida cadena los había unido; cuando jóvenes, en su tierra natal, en la lucha contra los dueños de los olivares; durante los primeros días de la guerra -antes de que los separaran- enfrentados a los fascistas y, más tarde, en aquellos largos años del ferrocarril. Pero entonces, cada uno tenía ya una nueva cadena: Rosario y Andone. Y Andone no quería estar con Rosario. «Esa no le quiere bien, Antonio», Andone se esforzaba en hablar en castellano. Antonio en cambio no aprendía nada.
La relación afectiva de los dos hombres se limitaba a las horas de trabajo, que no eran pocas. «Me caso». Justicia se lo dice mientras excavan el anteúltimo túnel. Para entonces veían ya el mar allí mismo, junto a ellos. Sus ojos estaban acostumbrados a los olivares y aquella superficie, siempre parecida y siempre diferente, se colaba hasta por los resquicios del sueño, sin pedir permiso. En los ensueños de Antonio el mar aparecía una y otra vez. Y le parecía aquel sueño quería decir algo. Pero no podía adivinar qué.
Antonio consideró el hecho de que Justicia se casara por la iglesia una muestra suprema de amor. Así que también él fue a la ceremonia. Andone no. Ellos no estaban casados y punto. A Antonio le pareció que tras aquella respuesta se escondía la pregunta de cuándo iban a fijar ellos la fecha de su propia boda. «Dicen que cuando se acabe el ferrocarril empezarán las obras en el puerto». «¿Pagarán mejor?» No puede responder. Los olivares se entremezclan con el mar. Nostalgia.
Justicia nunca volvería a su tierra. La excavadora de gasoil se estropeó dentro del túnel. Para entonces era capataz de un pequeño grupo, por lo bien que trabajaba. El capataz de los capataces le dice a Justicia que hay que arreglar cuanto antes la excavadora, que su grupo trabaja más lento que los demás.
Es el propio Justicia el que entra en el túnel, aunque Antonio le diga que no, «no vayas», que no se acerque, que esa maldita máquina no ha dado más que problemas desde que la trajeron. Justicia no hace caso. Entra dentro. Fuera es el silencio. De repente, la explosión.
Justicia salió del túnel envuelto en llamas, como si fuera un ser de fuego, entre alaridos. A pesar de intentarlo con todo lo que tenían a mano, no pudieron apagar aquel maldito fuego. El hombre estaba empapado en gasoil. Menos mal que los alaridos cesaron pronto. Señal de que su vida se extinguía. Aun así, las llamas cumplieron a fondo su trabajo. Entre las cenizas de Justicia casi no quedó nada que enterrar. No pudieron volver a ponerle el traje de la boda que guardaba desde entonces. «La persona tiene que tener...», era una frase que Antonio repitió hasta su muerte, «... un traje pá que le entierren».
No tenemos fotografías del hombre en llamas, más ardiente que el propio sol. Mi socio y yo seguimos aquí intentando sacar la amarra del fondo, escuchando durante días el pitido del tren. Acabaron la vía férrea. Antonio está enterrado en el cementerio de ahí al lado. No lo venció la nostalgia. El azul pudo con el verde.
Cuando empezaron a excavar el último túnel nombraron a Antonio capataz del grupo de Justicia. Se encargaba personalmente de todos los peligros y, de noche, se le aparecía el cuerpo de su amigo, en llamas, y el mar, azul y también en llamas, y los ojos de Andone, para caer en las profundas simas de sus pupilas. Todos los fuegos de la guerra aparecían en sus sueños. Hasta el día de su muerte llevó en su interior aquellas llamas, más ardientes que los infiernos que hierven en las profundidades de los volcanes. El frío del invierno no calmaba la quemazón. Pero el que sí fue duro fue aquel invierno en que estaban a punto de acabar el túnel. Hay fotografías.
La nieve, en las instantáneas, reune todo bajo un único manto blanco, incluso la playa y la isla de Izaro. Puedo imaginar el color que tenía entonces la superficie del agua, cuanto más frío hace fuera más transparente es el agua, así suele pasar aquí. Sin embargo, a medida que pasan los días vamos desistiendo y renunciamos a nuestros esfuerzos por sacar la amarra del fondo. Ya no puedo sumergirme.
«Antonio», es el capataz de los capataces. «La última carga y acabamos con este túnel, el último». Y es el propio Antonio el que va a poner la última carga en el agujero, para salir luego corriendo del túnel, siempre con el cuerpo calcinado de Justicia en el recuerdo. Y la explosión.
Cuando todavía no se han apagado los ecos de la explosión, Antonio entra de nuevo en el túnel, corriendo. El túnel está a oscuras. Salta aquí, trepa allá, al fondo aparece una redonda nube de luz. Es el mediodía que llega del exterior. Y Antonio quiere correr hacia la fuente de luz entre las rocas. Llega hasta allí. El polvo asciende, como un puercoespín peinado hacia atrás. El olor de la dinamita quemada y las cenizas llenan sus pulmones. El agujero que ha abierto la dinamita no es, allá en lo alto, mayor que la esfera de un reloj.
Antonio quiere llegar hasta allí y comienza a trepar. Acerca el ojo al pequeño agujero y lo que ve lo mantiene inmóvil durante largo tiempo, como si se tratara de una Aparición enviada por ese Cielo en el que no cree. Allí, al otro lado del agujero, no hay más que un amplio espacio azul. Un redondo espacio azul, inmaculado, plano, tranquilizador. «Los ojos de Andone, los ojos de Andone». Empieza a quitar rocas, con las manos, sangrando. A medida que quita las piedras va aumentando el tragaluz.
Cuando el estruendo de la explosión se borra también de sus oídos, empieza a escuchar el murmullo del mar. «Fuera piedras». El agujero es ya suficiente y saca la cabeza hacia el exterior. Ve el mar, todavía más puro en el entorno helado del invierno, y la línea del horizonte, curvándose hacia el infinito. Los ojos de Andone.
Así supo Antonio que el azul había vencido al verde, la atracción por la mujer tiraba de él con más fuerza que la nostalgia. Justicia en llamas, las llamas de la guerra, las de la dinamita, se calmaban en sus ojos, en el azul que rodeaba las simas de Andone. Sintió lo que era la humedad.
El traje de boda le sirvió a Antonio también para su entierro. Hay fotos, muchas a partir de entonces, ya que en verano los retratistas venían a las fiestas del pueblo. En ellas, junto a Andone y Antonio, aparece cada año un niño más.
«A ver si la primavera que viene sacamos ese muerto -entre nosotros se les llama muertos a las pesadas piedras que se usan para anclar los barcos en el fondo-, porque ahora el agua está demasiado fría». «¡Dímelo a mí! Y si de paso conseguimos sacar los restos de la gabarra, mucho mejor, así conoceremos sus medidas y lo demás!» Escuchamos el pitido del tren. «La del ferrocarril sí que fue una epopeya» le digo.
Antonio era el padre de mi socio.
© Edorta Jimenez