Nochebuena

Puestos a pensarlo, la verdad es que la nuestra es una curiosa forma de vida. Menos mal que pocas veces nos tomamos el trabajo de hacerlo, pues vivimos sin tiempo o sin ganas de pensar. Yo le he dado hoy unas cuantas vueltas a esta cabeza mía, que desde hace tiempo estaba bastante inactiva, y no me ha sentado nada bien, no señor. Seguro que la culpa la tiene la soledad, la soledad y la vejez, esta maldita obligación de envejecer. El ejercicio intelectual me ha dejado intranquilo, y ha sido esa intranquilidad la que me ha empujado a escribir, aunque todavía no sé qué escribiré; pero eso ya lo iremos viendo, a medida que avance.

Hoy es Nochebuena, para alegría de muchísimos niños de todo el mundo, aunque no de todos; ya se sabe, en este mundo de hoy no son posibles las alegrías para todos. He cenado en la más completa soledad, sin ningún plato especial, sin turrón, sin champán, fuera del País Vasco, en un restaurante al borde de la carretera, y el día de hoy ha traído a mi memoria un lejano y triste recuerdo que, a pesar de su tristeza, me resulta por otra parte agradable y, a decir verdad, me enternece el corazón y hace que las lágrimas me cosquilleen los ojos, aunque no se atrevan a descender por mis mejillas. Lo que decía, achaques de la soledad y la vejez.

Han pasado muchos años, no merece la pena ponerse a calcular cuántos; yo tenía entonces, aquella lejana y oscura Nochebuena, trece años. Habían pasado cinco meses desde que un estúpido accidente me dejara huérfano, sin padres y sin hermana, con el cielo por techo y la tierra por lecho, completamente solo en el mundo.

Me fui entonces a vivir a casa de mi difunto tío Pascual. Bueno, para ser exactos tendría que decir que fui a la casa y al camión de mi tío. El tío Pascual era un camionero solterón y testarudo, tozudo donde los haya, ¡vaya que sí! Enseguida pensó qué hacer conmigo: dejaría la escuela y me llevaría con él a trabajar, pasando días y semanas enteras fuera de casa. Juntos hacíamos largos viajes, llegando muy lejos de Ermua, a Madrid, a Barcelona, a Valencia, a Sevilla... El camión del tío Pascual era muy grande, elegante y con remolque, un largo, ámplio y acondicionado remolque que justo respetaba las medidas máximas admitidas. También el tractor delantero era grande, con una cabina que en su parte trasera tenía sitio incluso para que dos personas durmieran cómodamente. Desde lo alto de aquel tractor, mirando hacia abajo a través del parabrisas, yo veía nuestro imponente camión devorando largos e interminables kilómetros.

Pero aquel gran camión que con tanta nostalgia describo ahora, no me gustaba nada en aquella época. Muy al contrario, lo odiaba. Yo no sentía entonces esta fascinación por la carretera que ahora tengo metida hasta la médula. En aquella época no era sino un muchachito casariego y bastante llorón que en manera alguna podía sentirse cómodo y contento con el tío Pascual. Él quería hacerme su amigo, quería enseñarme y ofrecerme su mundo, su cruel y duro mundo, pero no encontró en mí el aventajado discípulo que hubiera deseado. En lugar de animarme, sus violentos gritos me acobardaban, sus crueles, groseros e injuriosos chistes, más que risa me producían pánico. En lugar de endurecerme y hacerme un hombre, las opiniones y consejos de mi tío sobre la vida me asustaban y me hacían aún más niño. Y él, por supuesto, lo notaba, se daba cuenta de que yo era un mal alumno. A veces me reñía, a pesar de repetir una y mil veces que era inútil reprenderme, y me decía que le tenía harto, que como no espabilara y aprendiera lo que era la vida iba a mandarme a un orfelinato. Y a mí entonces me entraba un miedo horrible a eso de aprender lo que era la vida.

Además de acompañarlo en sus largos viajes, también le ayudaba a llevar las cuentas y los papeles, o a cargar y descargar el camión, y de vez en cuando también hacía otros recados, pero en el trabajo me ponía nervioso al pensar que mi tío me estaba mirando, y acababa siempre por cometer algún error involuntario. Entonces él me reñía, diciendo que no valía para nada, que no iba a aprender nunca, que toda mi vida seguiría siendo un crío llorón. Y con sus reproches hacía que me sintiera aún más nervioso y preocupado.

Luego se reconciliaba conmigo, sin decir nada, sin pedir jamás perdón, y volvía a contar sus groseros chistes, perdiéndose durante las largas horas de viaje en sermones que a mí me parecían temibles, contra las autoridades, los curas, la familia, y también contra las mujeres, con duras palabras y crueles insultos siempres prestos a salir de sus labios. «Hay mucho hijoputa suelto» le gustaba decir, con una risa gruesa, y añadía «¡y yo el que más, por supuesto!», para estallar a continuación en carcajadas. El tío Pascual era un buen tipo; pero yo era entonces demasiado apocado como para darme cuenta.

Mi tío conocía todos los burdeles de carretera, y no llegaba a pasar una semana sin que recalara en alguno de ellos. El primer día me llevó con él a una barra americana a tomar un trago. Se nos acercaron dos chicas jóvenes, enseñando los muslos y con los pechos apretadísimos, a punto de salírseles de los ajustados vestidos, que empezaron a preguntarnos con voz tierna, de dónde veníamos, a dónde íbamos y cosas así. Yo escapé a toda velocidad a la cabina del camión. Mi tío volvió unas dos horas después, borracho. Después de reñirme un poco, se quedó inmediatamente dormido y empezó a roncar. A partir de entonces, cuando nos acercábamos a algún burdel, yo me quedaba siempre en la cabina, aunque mi tío insistiera en que tenía que entrar, tomarme un trago y aprender a joder con alguna de aquellas tigresas, que ya tenía edad de hacerlo. Al final, resignado, me decía groseramente que seguro que yo no era más que un blandengue y asqueroso maricón y se iba solo al burdel.

Pasé así cinco meses con mi tío, sintiéndome más bajo que el más mísero insecto, con la asfixiante duda de si sería capaz de enfrentarme a la vida y sin poder levantar la cabeza para nada.

El 23 de diciembre, el tío Pascual condujo hasta muy tarde. Camino de Sevilla, llegamos a Córdoba cerca de las dos de la madrugada, pero él siguió adelante durante casi un cuarto de hora más para llegar al burdel de un pequeño pueblecito. Cuando llegamos me echó una bronca terrible porque no quise acompañarlo dentro. Empezó a tirarme del brazo pero yo, muerto de miedo, me mantuve firme. Me puse a llorar y a gritar, diciendo que no quería ir y que no quería ir, y el tío me dió dos bofetadas y me dejó allí plantado, mascullando que era un sucio maricón asqueroso. Seguí llorando mientras miraba la entrada del burdel. También allí era Navidad. Había un gran abeto totalmente adornado con cintas de colores y bolas eléctricas que se encendían y apagaban alternativamente. En la copa del abeto había una estrella que brillaba más que todas las demás. Creo que también entonces me dije a mí mismo que, puestos a pensarlo, la verdad es que la vida es bien curiosa y nos da siempre muchísimas sorpresas.

Recordé, cómo no, las Navidades del año anterior, aquel cálido ambiente hogareño que viví con mis padres y mi hermana, aquella dulce suavidad tranquilizadora que parecía perdida para siempre... En fin, que no me faltaban motivos para una buena llorera.

Tras media hora de amargo llanto, sin embargo, se me ocurrió una idea, una idea que podría devolverme la sonrisa si conseguía mantenerla firmemente y llevarla a cabo hasta el final: huir; escaparme de mi tío, llegar como fuera a la estación de tren más próxima y volver a Ermua antes de las nueve de la noche de Navidad; una vez allí podía ir casa de Antton, mi mejor amigo, explicarlo todo y compartir cordialmente la cena con su familia, pues contaba con que me hicieran un sitio. La oportunidad estaba en mis manos. Necesitaba un poco de osadía y el valor suficiente para seguir adelante hasta el final. Al cabo de dieciocho horas podría sentir, disfrutar y participar de la cordialidad de la familia de Antton, todo lo que tenía que hacer para ello era estar atento y darme prisa durante dieciocho horas, seguir adelante sin renunciar jamás, eso era todo.

Cogí un poco de dinero de la cajita donde mi tío solía guardarlo, no mucho, metí mis ropas y mis cosas en una bolsa, bajé de la cabina del camión y, sin dejar siquiera una nota para el tío, me puse a hacer auto-stop hacia Córdoba. No circulaban muchos coches por la carretera a aquellas horas de la noche, pero pasados unos veinte minutos estaba dentro de un amplio y elegante coche, camino de Córdoba, confortado por el calor de la calefacción, mientras me fijaba en los adornos navideños que ambientaban el interior del vehículo: cintas, relucientes bolas, estrellitas, un bonito cartel que decía «Felicidades»... Fue una amable y respetable ama de casa la que me llevó a Córdoba; al menos ella tuvo el suficiente corazón como para compadecerse de un crío que hacía auto-stop en medio de la fría noche. Era extraño encontrarse con un muchacho de trece años haciendo auto-stop a aquellas horas de la madrugada, así que tuve que inventar una mentira para justificarme: le dije a la mujer que era de Córdoba, que me había escapado de casa y que, arrepentido, quería volver. Ella me dijo que estaba muy bien, que hacia bien volviendo a casa y que mis padres se alegrarían mucho. Pensándolo bien, seguro que no me creyó nada, pues mi acento al hablar castellano delataría mi origen, pero al menos no me llevó la contraria. Guardo de aquel momento el recuerdo de una dulce y cálida sensación, una sentimiento dulce y cálido, sí, pues aunque aquel coche no fuera mi casa, ni la mujer mi madre, durante aquel breve viaje de media hora me sentí rodeado de un agradable ambiente navideño.

En la estación de Córdoba me puse a mirar los horarios de los trenes. Había uno que salía de allí por la mañana y llegaba a Bilbao al anochecer. Primero tenía que coger aquel tren, y luego ya encontraría algún tren o autobús que me llevara a Ermua y me ayudara a estar en casa de Antton para las nueve. No estaba mal, pero todavía faltaban unas cuatro horas para que saliera el tren y en la estación de aquella desconocida Córdoba hacía realmente frío. Siempre relacionamos Andalucía con el calor, pero también ellos saben lo que es el frío. La Guardia Civil andaba por allí, así que no me atreví a extender el saco de dormir y meterme en él. Fui a dar un paseo por las calles de Córdoba y pasé casi cuatro horas deambulando, sin rumbo fijo, muerto de frío y de hambre. Aun así, tenía que mantenerme en pie, tenía que llegar a casa de Antton, para celebrar la Nochebuena en un ambiente cordial, confortado junto a un amigo en el seno de una acogedora familia. ¡Qué inocentes somos a los trece años...! Bueno, yo al menos sí que lo era, ¡un perfecto inocente! Al tío Pascual, en parte, no le faltaba razón.

También en la noche cordobesa vi putas, de pie en las esquinas de las calles, a la espera de clientes como mi tío Pacual, haciendo frente como podían al frío, pero dejando siempre visible algo de su anatomía. Cuando me vieron empezaron a llamarme, que me llevarían a un sitio caliente, que no me harían daño. Escapé de allí, pero con el corazón latiéndome con fuerza, pues a diferencia de cuando iba con mi tío a los burdeles, un repentino y profundo deseo de quedarme con aquellas mujeres parecía querer detener mis nerviosos pasos. Seguí sin embargo adelante hasta que, en una solitaria calle, me puse a llorar contra la pared, con la cabeza escondida entre los brazos. No tardé mucho en calmarme. Tenía que tranquilizarme, tenía que mantenerme alerta, no perder ni el valor ni las fuerzas, si quería conseguir el objetivo de pasar la Nochebuena como es debido. No podía dejarme abatir. Fui a la estación y me quedé esperando al tren, todavía nervioso, sin poder olvidar las dulces llamadas de las prostitutas.

No sé cómo ni por qué, pero la cuestión es que, sin darme cuenta, entré en un tren equivocado. Quizás en lugar de coger el tren en el segundo andén de la primera vía lo hice en el primer andén de la segunda vía, o algo así. El hecho es que estaba perdido, en un lugar completamente desconocido, muerto de frío, con sueño, nervioso en medio del continuo movimiento de aquella estación extraña. Así pues, me metí en el tren que iba de Linares-Baeza a Barcelona pasando por Murcia, Alicante y Valencia, pensando que era el de Bilbao y, al parecer, entré muy seguro, pues ni siquiera pregunté si aquel tren iba a Bilbao. Tampoco después de que el tren se pusiera en marcha sospeché nada malo en medio de aquellos lejanos paisajes que entonces me resultaban desconocidos. Estaba muy cansado y me quedé inmediatamente dormido hasta que, a eso de las diez y media de la mañana me despertó el revisor. Cuando le enseñé el billete se preocupó y empezó a enfadarse, pero enseguida se calmó, compadeciéndose de mi triste situación. No en vano era Navidad, época propicia para compadecerse de las desgracias ajenas. Pero aquel tren no paraba hasta Murcia; así que, hasta llegar a Murcia no podía hacer nada para enderezar el error. El revisor miró el horario de trenes para saber cuál era el que tenía que coger para llegar cuanto antes a Bilbao o a San Sebastián. Me dijo con tristeza que no podría llegar a San Sebastián hasta las dos de la madrugada, es decir, que no podría celebrar la Nochebuena en casa.

El peso de una inmesa tristeza cayó sobre mí. Me sentí condenado a vivir para siempre en la más absoluta soledad. Estaba perdido en el mundo, no tenía nada, no tenía a nadie, no era capaz de hacer nada, era menos que nada. Además, la culpa era mía, solamente mía, y nunca conseguiría hacer nada ni llegar a ser nadie, al menos así me sentía entonces. De todas formas, creo que no lloré, aunque no estoy muy seguro.

Y así, llorando o sin llorar, aferrándome con fuerza al borde del precipicio de la desesperanza, buscando el más mínimo consuelo en medio de un profundo vacío, bajé del tren en la estación de Murcia sin pensar en nada, fuera incluso de mí mismo, para esperar al tren que me devolvería a la estación de Linares-Baeza que acaba de pasar dormido, pues era justamente en Linares-Baeza donde tenía que coger el tren que más tarde me llevaría a San Sebastián. En la cafetería de la estación de Murcia tomé un café con leche y dos bollos.

Aunque intentaba no quedarme dormido hice el recorrido de Murcia a Linares-Baeza dando cabezadas, entre cortas y desagradables pesadillas. Pese a todo, cuando el tren llegó a Linares-Baeza estaba despierto.

No tenía mucha hambre pero, de todas formas, tomé un bocado en la cantina de la estación de Linares-Baeza pensando que mi castigado estómago lo necesitaría. Mientras comía miraba con envidia a la gente que había por allí. Todos ellos cenarían confortablemente en sus casas aquella noche tan especial e incomparable, mientras que yo pasaría la noche en el tren, sin casa, sin ilusión, sin esperanza y en la más absoluta soledad. No era fácil seguir conteniendo el llanto.

Finalmente, monté en el tren de San Sebastián, por la tarde, después de comprobar que aquel tren iba realmente a San Sebastián. Cuando se puso en marcha me senté y cerré los ojos. Unas diez horas en aquel tren, sin otra ocupación que estar allí, y llegaría a San Sebastián. Luego tendría que ir hasta Ermua para llegar a casa de Antton la madrugada del día de Navidad; aparecería cansado, avergonzado, hecho una calamidad pero, al menos, allí tenía un amigo. No me fue fácil sobreponerme a la desesperanza. Para conseguirlo, intenté presentarme lo que estaba viviendo aquel día como una aventura, una gran aventura de la que yo era el protagonista gracias a mi osadía. Pero no pude convencerme de que aquella aventura fuera a tener un final feliz, ya que, inevitablemente, iba a llegar tarde; todos los esfuerzos eran vanos, ya no podría pasar la Nochebuena en un cálido ambiente familiar.

Pensando en esas cosas. me quedé dormido después de pasar Madrid hasta eso de las ocho de la tarde. Cuando desperté, empecé a fijarme en la gente que llenaba el vagón. Había bastantes viajeros y la mayoría hablaban de las fiestas de Navidad, de las vacaciones, de los programas especiales de televisión y también de la cena de Nochebuena. Algunos llevaban paquetes y cajas y se notaba que, en muchos de los casos, se trataba de botellas. En todas las estaciones era igual, unos bajaban y otros subían. Y yo en cambio, condenado a seguir en el tren, sin rastro de la cordialidad de la Nochebuena, esclavo de una gigantesca tristeza. ¡Pobrecito!

A eso de las nueve o nueve y media de la noche, el vagón prácticamente se vació. Sólo quedamos cinco personas, es decir, que había cuatro personas además de mí: en el asiento delantero, un hombre vestido con ropas bastante andrajosas miraba hacia fuera por la ventanilla lateral; una anciana de pelo gris junto a la ventanilla del otro lado y, en los asientos de detrás, dos jóvenes negros dormían.

El hombre del asiento de delante me preguntó si no iba a bajarme, a ver si no tenía una casa donde tomar una buena cena de Navidad. Le dije que no. Que me había equivocado de tren y se me había hecho tarde. Empezamos a hablar y, poco a poco, le expliqué mi situación sin inventar ninguna mentira. Al principio se compadeció de mí, pero luego me dijo que no me preocupara, que me fijara, tranquilo y sin tristeza, en las luces de las ventanas de todas aquellas casas al borde de la vía, y que pensara en lo hermosa que era la vista para los que ibamos en el tren, realmente incomparable. La anciana del otro lado bajó una bolsa del estante que había sobre la ventanilla, sacó una armónica y se puso a tocar una triste melodía. «Yo no cambiaría este vagón por el confort de esas casas», me dijo entonces el hombre. «Ni pensarlo. Ésos que están cenando tranquilamente en su casa no saben lo que es la Nochebuena, ¡no tienen ni idea! Es aquí, fuera de casa, donde se aprende lo que es la Nochebuena, y aquí es más maravillosa que en ningún otro lugar».

Al tiempo que sonreía, me indicó con un gesto que mirara a la anciana de al lado. Ella nos observó con dulzura, sin dejar de tocar la armónica, mientras seguía con aquella triste melodía. Cuando acabó la música, el hombre aplaudió y la anciana mostró una leve sonrisa de agradecimiento.

Entonces, el hombre bajó una bolsa del estante y sacó de ella un queso, un gran trozo de pan, una botella de vino, una navaja y un vaso. Invitó a la anciana a que se acercara y tomara un poco de queso y vino. Ella dijo que no con las manos, sin moverse del asiento y sin articular, tampoco en aquella ocasión, una sola palabra; creo que durante todo el viaje no escuché ni una sola palabra de labios de aquella anciana. Luego el hombre me invitó a mí, que no lo rechacé, pues evidentemente estaba muerto de hambre. Entre los dos nos comimos el queso y vaciamos la botella, aunque yo sólo bebiera un cuarto.

Mientras comíamos, el hombre siguió hablando, y así continuó también después de que acabáramos, alabando la vida nómada y solitaria, haciendo elogios de la tristeza, loas a la derrota; a ratos, cuando la anciana tocaba de nuevo una triste melodía con su armónica, se callaba, como si aquella actuación confirmara y reforzara su mensaje. El hombre me decía que la sociedad era perversa, que la familia, cómoda y agradable en apariencia, era una cárcel cruel, que la libertad exige la soledad, que sólo en libre soledad puede sentirse la identidad propia enfrentada al mundo, y que la vida es ese sentimiento, y no otra cosa; que el ser humano está solo ante el mundo, sin límites, y que si realmente quiere sentir esa vida, ha de vivir sin límites; que quien pasa la Nochebuena en el cálido ambiente del hogar no sabe lo que es la vida, no lo huele ni de lejos. Cosas como éstas eran las que me decía el hombre, así resumiría yo su mensaje. Pero puede que ahora recuerde a mi manera lo que él me dijo entonces, que habiendo olvidado el hilo de su conversación haya añadido yo el mío propio a aquel recuerdo.

El revisor atravesó el pasillo de nuestro vagón cuando el hombre estaba dándome sus explicaciones. Sin dejar de hablar, me indicó con un gesto que mirara a la anciana de al lado. Ví con asombro cómo la anciana le robaba la cartera del bolsillo al revisor sin que éste se diera cuenta de nada, suavemente, limpiamente, con total seguridad, casi diría que con dulzura y cariño. Jamás olvidaré la ternura de la dulce sonrisa que me dedicó la anciana cuando se dio cuenta de que le miraba.

Me sentía absolutamente incapaz de creer lo que me estaba sucediendo, completamente fascinado. Quizás por eso se mantenga tan vivo en mi memoria, a pesar de haber pasado muchos años, el recuerdo de aquellas horas; es un extraño recuerdo, irreal, como un sueño, pero al mismo tiempo vivo y poderoso. Y, realmente, bajar del tren en la estación de San Sebastián, cuando eran ya más de las cuatro, fue como despertar de un extraño sueño. El hombre, la anciana y los dos negros dormilones continuaron su viaje. El sentimiento de que seguirían sin bajarse jamás del tren me produjo un escalofrío.

Después tuve que pasar algunas horas en San Sebastián esperando al tren que me llevaría a Ermua la madrugada del día de Navidad. Estaba confuso. La Nochebuena no había sido como yo necesitaba y hubiera deseado, pero más pena que eso me producía el haber perdido para siempre a aquellos extraños amigos que había conocido en el tren.

Pasados los años, aquel jovencito miedoso e inocente se enfrentó cara a cara con la vida y ésta lo convirtió en un ser parecido al tío Pascual. Hoy en día soy un solitario y desmañado camionero que conoce un montón de burdeles de carretera, un putero aún más contumaz que mi tío. Tenemos una curiosa forma de vida, realmente, si nos ponemos a pensarlo. He desnudado, abrazado, tocado, acariciado, gozado y hecho mías a muchas mujeres, pero empiezo a pensar que todo ha sido en balde, que en vano he andado de aquí para allá, durante largos años, buscando siempre la sonrisa de aquella anciana que tocaba la armónica, esperando volver a encontrarme con la inmensa ternura de aquella maravillosa y dulce ladrona. ¿Puede alguien imaginar tontería mayor? ¿Me estaré haciendo viejo? ¿Por qué me he quedado después de cenar en la cabina del camión escribiendo estas torcidas líneas, en lugar de, siguiendo la tradición, irme a la casa de putas que hay ahí mismo y correrme una buena juerga? Bueno, serán achaques de la soledad y de la edad. No es nada. Ya se me pasará.

 

© Juan Luis Zabala
© itzulpenarena: Bego Montorio


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